Indicaciones geográficas

Los "límites" de la calidad

Indicaciones geográficas

Imagen ilustrativa archivo Prensa Municipalidad de la Ciudad de Mendoza

Sociedad

Desafíos de la economía

Unidiversidad

Facundo Martín y Robin Larsimont - INICHUSA-CONICET

Publicado el 01 DE NOVIEMBRE DE 2018

La emergencia reciente de una controversia en torno a los límites de una Indicación Geográfica (IG) en el departamento de San Carlos constituye una ventana oportuna para comprender en perspectiva las difusas y disputadas estrategias relacionadas con la “calidad” que persigue la llamada industria madre. Al mismo tiempo parece relevante reflexionar acerca de los efectos sociales y territoriales que estas acciones conllevan.

Es importante acordar que la calidad es un concepto subjetivo, construido social y –cada vez más– publicitariamente y que, “en la práctica, lo que encontramos en el comercio del vino es todo una serie de discursos opuestos, todos con diferentes reivindicaciones de verdad sobre la singularidad del producto”, tal como sostiene Harvey, en su libro Espacios del capital. Hacia una geografía crítica. En este marco existe, hacia dentro de la industria, una discusión acerca de cómo equilibrar consumo masivo y cotidiano, con calidad y diversidad, en un contexto de sofisticación y acecho de productos sustitutos.

La Ley N°25.163 estableció en 1999 las normas generales para la designación de Indicaciones Geográficas en Argentina. Buscaba establecer límites tangibles y fácilmente reconocibles en base a criterios de “calidad y características del producto […] atribuibles fundamentalmente a su origen geográfico”.

La cuestión limítrofe que desató la creación de la IG Altamira, en el departamento de San Carlos, muestra cómo este “reconocimiento” movilizó un conjunto de argumentos –geológicos, edáficos y climáticos– aunque también prácticos y corporativos en torno a los límites de la calidad. Lo que tuvo menos presencia pública en la controversia fue el trasfondo rentista de mediano y largo plazo. Efectivamente, la creación de una IG supone, más allá de los criterios de singularidad, originalidad y autenticidad, la creación de una renta de monopolio –como advierte Harvey–, la cual puede ser captada por quienes detentan propiedades y elaboran vinos dentro del polígono aprobado.

La iniciativa surgió en 2008 de tres emblemáticas organizaciones empresariales: Catena Zapata, Zuccardi y Chandon, a quienes luego se sumaron otros actores. Con estudios técnicos realizados por la Facultad de Ciencias Agrarias y el CONICET, el Instituto Nacional de la Vitivinicultura (INV) creó al Paraje Altamira como Indicación Geográfica en el año 2013, a través de la Resolución C44/2013. Al no contar con una demarcación administrativa, la caracterización y delimitación de la IG se basó en dos principales elementos biofísicos: los suelos del cono aluvial del Río Tunuyán y su clima.

Pero la conformación y el reconocimiento del Paraje Altamira no iban a ser tan fáciles. La Resolución original que aprobó la creación de la IG con una superficie de 4500 hectáreas, tuvo que rechazar, en un primer momento, una solicitud de ampliación por parte de otro grupo de empresas que había quedado fuera del “polígono de calidad” (Peñaflor, La Rural, Julián Groisman, Agrícola Presidente, O’Fournier y Pernod Ricard). Luego devino un período donde a los argumentos edáficos y climáticos se sumaron sospechas acerca de que el trasfondo del reclamo eran negocios inmobiliarios. Desde los “excluidos” se insistía en la incoherencia que implicaba dibujar límites geométricos (las calles) para dar cuenta de las irregulares características biofísicas.

En este contexto entró en juego otra zonificación que disputaría el sentido y legitimidad de la IG. El municipio de San Carlos decretó, en 2015, la creación de la “Zona Agrícola Altamira”. Con el argumento de conformar un polo de desarrollo económico que abarcara no sólo la vid sino también a otros rubros, dicha zona fue localizada de forma imprecisa alrededor de la calle El Indio. Las organizaciones empresariales excluidas de la IG inicial encontraron en esta iniciativa municipal un “plan B” y, por lo tanto, la apoyaron. Al mismo tiempo, surgía dentro del polígono inicial la iniciativa PIPA (Productores Independientes de Paraje Altamira) con el objetivo de contrarrestar tanto la concentración en la industria del vino, como la “tendencia del gusto estandarizado y la «commoditización» del vino” (PIPA, 2016).

Finalmente, en 2016, el INV dio a conocer la decisión de ampliar a 9.300 hectáreas la IG Paraje Altamira, tomando en cuenta, esta vez, estudios técnicos que fueron encargados al Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria. Esta nueva delimitación continúa representando para los solicitantes iniciales una amenaza a la calidad y al “valor agregado”, de igual modo que continúa provocando insatisfacción en algunas empresas, como O'Fournier, que permanecen todavía fuera de esta “IG agrandada”.

 

Ilustración 1 Proyecto de conformación de una indicación geográfica en Altamira (San Carlos). Elaboración propia.

 

Enseñanzas

El caso de Altamira no sólo nos enseña acerca de las estrategias de cooperación interesada entre empresas, sino también sobre una situación de conflicto inter-empresarial y, por cierto, de invisibilización de las voces de los habitantes locales. Tres empresas cooperaron con respaldo científico-institucional para conformar un área que debía añadir una “marca de distinción” y un “valor agregado”. Otros grupos de actores presionaron con distintas estrategias para hacerla más elástica e inclusiva, acoplándose de alguna manera a la renta de monopolio que implica el significante “Altamira”.

Nos encontramos frente a un contexto de “globalización del consumo estandarizado del vino” –en palabras de Harvey– y de cierta cacofonía generada por estas estrategias de distinción. Cabe preguntarnos en qué medida estas controversias encuentran un límite, en tanto la originalidad buscada tiende a ser cada vez más efímera y la singularidad cada vez más universal.

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