La historia del golpe de Estado es un recuerdo compartido

Con una serie de relatos personales y familiares, exploramos aristas de un pasado que sigue apelando diariamente con su reclamo de memoria, verdad y justicia.

La historia del golpe de Estado es un recuerdo compartido

Referencias del día. La historia colectiva recuerda su pasado y lo pone en presente.

Derechos Humanos

Día de la Memoria

Unidiversidad

Unidiversidad

Publicado el 24 DE MARZO DE 2016

Nota del Director: Esta nota contiene cuatro expresiones memoriosas de lo que representó la interrupción del gobierno constitucional el 24 de marzo de 1976. Lo rescatable es que tres de ellos son de autoría de aprendices de periodistas que quisieron participar de la iniciativa que surgió en la misma redacción donde imaginamos notas sobre la idea fuerza: "Recuerdos que me olvidé". Tres relatos de tres jóvenes de entre 21 y 23 años que quieren trascender con su idea y pasión. Por eso gracias a Constanza, a Agustina y a Juan.

El reconocimiento va también para nuestra correctora y redactora Elizabeth Auster por el aporte y el impulso a la idea primaria, la que hizo suya ni bien se la propuse hace varios meses. La firme creencia de tener una historia en común a través de una fecha tán trágica nos permite reconstruir nuestra propia historia personal y entender el momento y por qué sucedían los acontecimientos. De paso, cuento mi recuerdo:

 

Videla para todo el mundo, por Jorge Fernández Rojas

Recuerdo que en 1978, ya en plena dictadura y en meses previos al Mundial de Fútbol, fue que conocí la estructura, esa mole del estadio enclavado en una olla a poco metros del Cerro de la Gloria. Yo iba con unos primos y el grupo estaba liderado por un joven tío (en ese momento) que trabajaba en la discoteca de LV10. Mientras subiámos una cuesta para ver de cerca la construcción aún no terminada, se paró y nos dijo con tono de preocupación e instando a pensar. "¿Saben cuántos hospitales y escuelas se podrían haber construido con lo que se ha gastado aquí?", nos inquirió. Nadie respondió; es más, creo que nadie le dio importancia a la pregunta. 

Foto histórica: Videla festeja la obtención del Mundial de Fútbol en Argentina. 

Tiempo más tarde leí una supuesta carta/nota publicada por la revista Gente de un jugador holandés (Holanda jugó aquí ese mundial y llegó a la final con Argentina), negando todas las denuncias de violaciones a los derechos humanos que llegaban a Europa desde nuestro país tan "derecho y humano", parafraseando aquel nefasto eslógan de Videla y sus cómplices. Eso fue lo que hizo la dictadura con nosotros, nos mostró una pantalla agradable al principio y por detrás sembró el terror. Luego quedó todo transparentado con la otra tragedia y el segundo momento del genocidio, que fue la Guerra de Malvinas y entonces ya con 18 años, senti que fuí también víctima de la dictadura y que todos estuvimos en peligro.       

 

Silencio de marzo, por Constanza Terranova

Era marzo, casi abril, y no quería ir a la escuela ese día. Su mamá apareció en la habitación y con una mirada le dijo todo lo que tenía que saber sobre que le esperaba si llegaba tarde a la escuela. La causa de su demora: Pedro, su hermanito, estaba enfermo, y no quería caminar sola hasta la escuela.

Eran ocho cuadras desde su casa hasta el colegio. Siempre las recorría con su hermano menor, sus amigos y sus compañeras, pero como estaba retrasada, ese martes iba sola. Sabía que no era seguro, su papá ya se lo había advertido: “No hables con nadie. Si ves un auto con hombres adentro, no mires. Si te hablan, no contestes. Si te paran, corré”. Iba un poco asustada porque no entendía del todo esa actitud protectora de su papá, pero como toda nena de 10 años, se olvidaba rápido de los problemas y seguía caminando.

A dos cuadras del colegio, a Sol la llamaron desde un auto –¿o era una camioneta?–. Dos hombres le preguntaron: “¿Vos sos hija de…?”.

Sol no titubeó y comenzó a correr. Estaba aterrada, le ardía la garganta por el esfuerzo, las lágrimas le nublaban la vista y el guardapolvo blanco se le arrugó por la carrera.

Corrió las dos cuadras más largas de su vida. No dudó en saltar la acequia a pesar de llevar falda debajo del guardapolvo, sin atender las advertencias de su mamá sobre “ser una señorita”.

Minutos más tarde, llegó al conocido portón amarillo de su escuela. Lo empujó con todas sus fuerzas y, sin mirar atrás, corrió a su curso. La maestra de Sol le preguntó qué le había pasado.

Sol estaba muy asustada. No sabía qué decir.

Entonces no dijo nada.

 

La ambivalencia de la memoria, por Agustina Cruciani

Hace 40 años, el país atravesó el peor momento de su historia, que dejó 30 mil desaparecidos: madres, padres, estudiantes, abuelos, bebés; personas como vos o como yo.

Ella, oriunda de Paraguay, relató cómo vivió la dictadura militar. Llevaba ocho años residiendo en la Argentina. Con 15 años, se alojaba en un hostel de Buenos Aires, cerca de la ex­-ESMA (actual Espacio de la Memoria) junto a su familia. Sufrieron y vivieron precarias situaciones durante la etapa democrática previa. Ella recuerda que el cambio de gobierno en 1976 les dio “alivio”: el primer año fue distinto a lo que iba a ser esa época para la historia argentina.

Pasada esa primera etapa, cuenta, salía de su casa sin saber si volvía a ver a su familia y sin saber si ella misma volvería. Vivía con una mezcla de pánico, miedo e incertidumbre. No había celulares para avisar dónde estaba: “Salías y la única forma de saber que estabas bien era cuando te volvían a ver a la tarde. ¿Volver a la noche? Jamás, era lo más peligroso”.

“Lo que yo sentía, con 15 años entonces y ahora, 40 años después, es una ambivalencia. Creíamos que los militares nos iban a hacer bien, pero justamente eso: creíamos”.

Él, pareja de ella, relató lo que vivió en la provincia de Mendoza.  Tenía 16 años, le tocó hacer la secundaria de tarde en el colegio Martín Zapata y sus padres le recalcaban permanentemente que apenas saliera de clases se fuera a su casa. Tenía una hora de viaje y a la noche ya no podía salir. Lo único que hacía era cenar algo los fines de semanas en la casa de alguien del barrio.

En 1979 le tocó hacer el servicio militar obligatorio. Ahí, viviendo seis meses con los militares, notó que eran amos y señores. “Porque cuando estabas vestido de soldado hacías lo que querías”. “Algunas de las cosas que uno vivió ahí adentro, recién ahora se da cuenta de que eran situaciones raras. Salíamos a hacer controles a los boliches y se prendían todas las luces para que controláramos. Agarrábamos a los que hacían lío y después no los veíamos más”.

“Antes de que llegaran los militares, la gente quería que se fueran todos, el gobierno democrático no se podía sostener.  Era todo una mafia. Por eso, uno  ‘festejó’ que se haya terminado  y hayan llegado los militares”, recuerda ahora.  

Ambos coincidieron en que creían vivir bien cuando comenzó el gobierno militar, pensaba que era la solución a lo que ocurría. A la vez vivían con miedo, temor y sin saber si ese día le tocaba a alguno de ellos. Una ambivalencia que hasta el día de hoy tienen en su memoria. Memoria que les permite seguir pidiendo verdad y justicia.

 

Medios que callaron, medios que hablan, por Juan Stagnoli

En 1974 mis viejos dieron el “sí” en una iglesia de Rivadavia. Estaban llenos de sueños, anhelos y  esperanzas que en 42 años de casados continúan vigentes a pesar de los problemas que puedan aparecer.  

Rivadavia es un departamento pequeño. Hijos de trabajadores rurales, mis padres estaban destinados a laburar desde jóvenes. Siguiendo el mandato de mis abuelos –“quien no estudia (porque no puede), trabaja”–,  las oportunidades para ellos eran limitadas. Se casaron muy chicos y aprendieron a vivir los cambios de época lo mejor que les salió. No militaban en política y tampoco tenían aspiraciones de hacerlo porque “eran personas normales que no se metían en problemas”. Quizás por la lejanía o por el silencio organizado, nunca se enteraron de lo que pasaba en la gran ciudad y de que la normalidad no era normal.

El exterminio que llevó a cabo la dictadura no llegó al centro del departamento del Este, lugar donde vivían mis padres. No sabían lo que pasaba porque los medios no lo decían. Radios, diarios y televisión orquestando una melodía perversa que ocultaba la realidad, realidad que mis papás jamás conocieron. Los únicos recuerdos que tienen se refieren al desabastecimiento de productos de primera necesidad.

Recuerdo las noches en que preguntaba qué hacían en esa época y su respuesta siempre era la misma: “Seguíamos nuestra vida. Nunca nos pasó nada con nadie”. Les avisaban que venderían azúcar, aceite o harina “máximo una unidad por persona”. Tenían que ir con tiempo, hacer la fila y,  en el transcurso, rogar que no se acabaran los productos que habían ido a comprar.

Salían a la calle y volvían temprano porque no podían andar “hasta tarde”. Durante el día, la música sin sentido adormecía los oídos y por la noche los programas “para la familia y sin violencia” los mandaban a dormir.

En el 78, cuando los militares se preocupaban por vender la imagen al exterior de que éramos un país con derechos humanos, las luces de la fiesta también cegaban a las personas que vivían en el interior. Mis padres nunca escucharon el reclamo desesperado de las Madres ni leyeron las torturas que sufrían los capturados por el proceso porque los medios no lo difundían.

Sólo cuando llegó la democracia en 1983 se enteraron de los gravísimos delitos que cometieron los militares y todo su plan para “exterminar a la subversión”.  En los pocos medios que se atrevían a difundir el tema, más la poca autocrítica que éstos hicieron por su relación con la dictadura, las voces se fueron abriendo. Los difusores fueron cómplices para que el silencio entre el 76 y  el 83  se perpetuara por  los sectores más lejanos de la sociedad.

Cuando crecí, mis preguntas también lo hacían. Mis recuerdos son vagos y difusos. Tengo presentes canciones de Víctor Heredia y de León Gieco, que escuchaba hasta el cansancio cuando entré en la adolescencia y que aún hoy me hacen reflexionar y emocionar. También los documentales que miré durante la secundaria me hicieron querer saber más del tema. Ver en un programa de archivo al exdictador Videla justificando el genocidio con su frase tristemente célebre: “No están ni vivos ni muertos. Están desaparecidos” aún me congela la sangre.

Con el correr del tiempo también tomé posición y dejé de hablar con tíos y personas mayores que justificaban el terror. “Vivíamos bien con los militares”; “Con ellos estábamos mejor”, decían, mientras yo pensaba que esas personas debían ser lo más facho que hubiera por justificar lo injustificable.

Mi criterio para tomar lo que decía una persona era sencillo: o estaba a favor de la dictadura o estaba en contra. Si estaba en contra del Proceso, podía escuchar algo de lo que dijera, pero si estaba a favor de los milicos, no había posibilidad de diálogo. Es cierto que un grupo civil armado cometió delitos, pero eso no justifica –y no lo hará jamás– que el Estado utilice su poder para perseguir y secuestrar civiles, torturarlos y luego asesinarlos.

En la carrera que elegí tengo muchas más preguntas que ese pibe de trece años que decidía no escuchar a los tíos “fachos”. Mis viejos no pudieron ver lo que pasaba detrás de las luces y el humo del Mundial porque no se lo permitían y tampoco tenían las herramientas para llegar a la información. Hoy aprendo de lo que leo y también les enseño a ellos lo que vivo; ellos aún se sorprenden de lo que pasó y les cuesta creerlo todo. Cuando hice la nota en el exD2, actual Espacio para la Memoria, se me puso la piel de gallina por estar en ese lugar del terror que hoy es un ámbito de encuentro y reflexión. Ellos estaban perplejos.

Los tiempos cambiaron; la información con la que cuento, también. Esos medios que a mis viejos los cegaron, a mí me abrieron  los ojos.  Tanto la música como los formatos de televisión y radio me sirvieron para decir hoy y siempre que la memoria  tiene que estar presente en los jóvenes, los depositarios y protagonistas de lucha por la verdad y la memoria.

Los medios aún ocultan la realidad, eso es una verdad innegable, pero por suerte hay más voces y con ellas la construcción de la democracia es más fácil. Los medios callaron y callan, pero también los medios, si uno busca, pueden hablar.

 

Colores uniformes, por Elizabeth Auster

Cuesta pensar en términos de memoria acerca de un momento histórico vivido en plena infancia. Mucho de lo que recuerdo es, en rigor de verdad, la interpretación adulta sobre esa época. Lo que puedo evocar sin distorsiones se limita a colores.

Blanco, azul y negro. Esos eran los colores permitidos en el guardapolvo, en la ropa de gimnasia, en los cuadernos. En la imaginación. Un clima social verticalista y opresivo que obligaba a adaptarse al uniforme desde los primeros días de la escuela primaria. Una uniformidad que no podríamos reconocer y superar hasta que conocimos la diferencia en los últimos años de esa primera parte de la vida escolar (gracias, seño Susana Gómez, por enseñarnos sobre la democracia antes de la democracia).

Marrón y amarillo. Esos eran los colores que iluminaban los espacios compartidos. Luces cálidas, sí, pero también leves y tristes. Los tonos ocre de un otoño que comenzó un 24 de marzo y se extendió por más de siete años.

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