Una Maga en los 70

María del Carmen Marín inspiró el personaje “Ave”, uno de los más impactantes de la novela “Amapolas de plomo, Puñaditos de arena”, de Osvaldo Tramontina. La joven mendocina que militaba en la organización Montoneros habría muerto en 1977, estando prisionera en Las Lajas, tras ingerir una cápsula de cianuro. Según un testigo que sobrevivió, los militares secuestraron e hicieron desaparecer a su padre en venganza a esa forma de morir por su propia mano.

Una Maga en los 70

María del Carmen Marín, fotografía del archivo familiar

Identidad y Género

Unidiversidad

Eva Guevara

Publicado el 18 DE AGOSTO DE 2013

Amapolas de plomo, Puñaditos de arena es la gran novela de la Mendoza de los años 70, aunque hay que aclarar que la edición es solo la primera parte, indicada con el período que va de 1957 a 1977. Su autor la concibió como una obra colectiva, haciendo de la ficción una manera personal de tener memoria de la realidad pero a la vez, tomando de lo que otros le contaron que vivieron. El resultado es un claro sujeto colectivo, un “nosotros” bien reconocible en las muchas organizaciones de la militancia, sobre todo de la juventud peronista y de la izquierda, los mendocinos que soñaron con cambiar el mundo.

El protagonista de la novela es Juan Carlos Sánchez, un verosímil estudiante de medicina de la Universidad Nacional de Cuyo, con cuya participación en la JUP va aumentando no solo su nivel de concientización política sino también la asiduidad en la que habla y escribe bajo el seudónimo de El Bodrio Ojeroso. La creación le corresponde a Osvaldo Tramontina, autor, junto a Elena Beatriz Díaz, de un poesía ilustrada por Marta Vicente en 1972 que ganó el tercer premio de un concurso organizado por la Universidad que conmemoraba el Año Internacional del Libro.

Tras el golpe militar de Augusto Pinochet en 1973, Elena fue asesinada en Chile y Osvaldo no volvió a escribir, hasta que en 1988 reanudó el trabajo de la escritura siguiendo el mismo dispositivo narrativo del que habla permanentemente el protagonista en la ficción: hilaciones kármicas que las sufre, no les encuentra sentido, o bien, le causan asombro. 

¿Por qué? Es como dice Osvaldo: “Por las revelaciones que llevan a creer que han sido preparadas para que en la búsqueda de un destino le hagan más certero el porvenir. Porque uno lo que quiere es que el futuro le depare cosas que sean mejores, y no es así, las cosas del pasado se van juntando con el presente, aunque uno no lo quiera, porque hay cosas que ya están escritas y las vas escribiendo a su vez”. A la hora de responder a la eterna pregunta de por qué darse al ejercicio de la escritura, él responde al modo del poeta Paco Urondo: “Nos vamos a morir de todas maneras. Nos juguemos o no nos juguemos. El problema en todo caso no consiste en morirse joven, sino en haber vivido al pedo”.



Y es Tramontina el que se la juega, a todo lo largo de las 342 páginas de la novela. Filosofa poéticamente, bromea, hace mezcolanzas y juega con las canciones de protesta mientras captura aquellos momentos que le tocaron en suerte a toda una generación: el agitar de cabellos largos entre la estudiantina dicharachera del Hogar y Club Universitario, el desbarajuste de las movilizaciones, el reviente de la vidriera del Citybank, todo un símbolo de la indignación de la época ante la prepotencia del poder, la sorpresa devenida en calentura por los muertos durante el Mendozazo. Y tantos sucesos más, como el instante pletórico del cierre de campaña del FREJULI en una playa de estacionamiento, el desconcierto tras el cisma de la echada de la plaza del 1° de Mayo, y el impacto de la muerte de Perón, antesala de un clima de “persecuta” que muy pronto epilogaría con asesinatos, torturas, desapariciones.

Allí es donde la lectura de la novela acelera el pulso. Y hay que correr porque lo que se viene encima no es solo el pasado sino las balas de plomo, que al llegar al cuerpo se abren como amapolas. Los que resisten tienen la certeza de que “algo hay que hacer”: empuñar un arma, tener la madurez, ser orgánico pero también desconfiado, blindarse, tabicarse, extremar medidas de seguridad. Aunque a la hora de la verdad, lo que hay entre manos son puñaditos de arena que se escapan de entre los dedos, como pasa indefectiblemente con las libertades y las seguridades.   



Todo el último capítulo –"Ave, historieta mortal"– se trata de vivir así. Es lo más impactante porque ha sido escrito desde el más hondo sentimiento del dolor y complejo de culpa del sobreviviente. Osvaldo fue compañero del "Flaco" Juan José Galamba, militante perseguido desde el 76, con quien más se ensañaron los grupos de tareas y que finalmente fue secuestrado durante el operativo previo al Mundial de Fútbol. Y fue uno de los últimos en darle un fugaz refugio tras venirse caminando desde San Juan, enfermo y alterado por lo que sería el primer intento de la dictadura de apropiarse de los chicos, o sea, sus hijitos. “Está ficcionado, pero es prácticamente textual cómo fue la cosa”, señala el autor, quien rápidamente abandona la primera persona del singular y vuelve al nosotros para decir que no solo “no estábamos preparados para lo que se venía sino que no podíamos creer que estábamos siendo infiltrados”. 

En ese nosotros hay que computar a María del Carmen Marín, o sea, Ave, quien afronta la durísima situación pero no logra sobrevivir ni en la novela ni en la realidad. Nada menos que el amor hacia un ángel tierno llevó a Osvaldo Tramontina a dedicarle la novela, aún sin conocer lo que relató después un testigo en la causa Lajas. 

De acuerdo al expediente judicial iniciado por la querella del MEDH (Movimiento Ecuménico de Derechos Humanos), se trata de un sobreviviente que vio cómo introducían a una pareja de jóvenes a una carpa donde interrogaban. Lo torturaban al varón, de quien el MEDH presume que se trataba de Juan Ramón Fernández, conocido con el nombre de Chaelo, de La Cañada, militante de la organización Montoneros de la zona sur de Buenos Aires. La mujer mordió la cápsula de cianuro (eran de vidrio y se llevaban en la boca) y murió instantáneamente. La reacción de los represores fue de furia: la insultaron y patearon cuando ya estaba muerta. Luego salieron en un auto y regresaron con el padre de la joven, Carlos Alberto Marín, a quien le preguntaban sobre las actividades de ella; después lo habrían sacado del lugar. 

A Chaelo lo dejaron atado durante toda la noche al mástil que está junto al quincho de las Lajas y nuevamente lo torturaron. Después se supo que lo trasladaron al centro clandestino El Vesubio, en Buenos Aires, y que allí le relató a un compañero de prisión llamado Ricardo Cabello (que sobrevivió) que había caído en una estación de trenes o de ómnibus en Mendoza, junto a su compañera que era “rubiecita”, mendocina, y se había tomado la pastilla de cianuro.

María del Carmen Marín se había instalado en Buenos Aires pero regresó a Mendoza por la insistencia de su familia, que pensaba que estando entre sus seres queridos lograría una vida más protegida y apartada de la militancia. Vivía con su madre y hermanas a cuatro cuadras de la estación del Ferrocarril San Martín, justo arriba de la heladería Soppelsa. La noche del 27 de julio de 1977 al domicilio familiar llegó un joven alto, corpulento, de bigotes, de nombre Ramón, cuya intención era regresar a la capital junto a María del Carmen. 

La familia se opuso con firmeza: oyó decir que el joven traía cápsulas de cianuro para el caso de que fueran aprehendidos. Lo último que supieron de ambos es que salieron a caminar para seguir conversando a solas. Horas después, alrededor de las 6 de la mañana, un grupo armado invadió el domicilio de Carlos Armando Marín, en Guaymallén. Una hermana de Carlos fue testigo de cómo lo golpeaban, le preguntaban con quién se iban a juntar, además de decir que se les había escapado un grupo de gente. Desde entonces, Carlos Marín también está desaparecido. En “Amapolas…”, o sea, en la ficción, los pasajes más conmovedores tienen que ver con Ave, personificación misma de la belleza y frescura de los veinte años. Puede decirse que es el corazón mismo de la novela, la que hace llorar a Sánchez de la vergüenza de subirse a un tren para salvarse solo.   



La creación de Osvaldo Tramontina tiene toda la impronta de su forma de rememorar a María del Carmen al momento de consultarle por su rostro y si, por casualidad, no tiene una fotografía, ya que ninguno de los organismos de derechos humanos ha podido hacerle una pancarta en su memoria. “No tengo ninguna foto de ella. Yo solo tengo el recuerdo de su pelo, castaño claro, menuda, fresca, risueña, en la casa de un compañero (probablemente su contacto de célula, no lo sé, creo que era zapatero, o trabajador de cuero, artesano en la Plaza Independencia), a la luz de una vela, o luz muy amarillenta, leyéndonos a Ave y a mí, Carta para Julia: Tú no puedes volver atrás, porque la vida ya te empuja, como un aullido interminable, interminable. Te sentirás acorralada, te sentirás perdida y sola, tal vez querrás no haber nacido, no haber nacido. Pero tú siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti, pensando en ti como ahora pienso. La vida es bella, ya verás cómo a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor. Un hombre solo, una mujer, así tomados, de uno en uno son como polvo, no son nada, no son nada. Entonces siempre acuérdate de lo que un día yo escribí. Otros esperan que resistas, que les ayude tu alegría, que les ayude tu canción, entre sus canciones. Nunca te entregues ni te apartes, junto al camino, nunca digas: no puedo más y aquí me quedo, y aquí me quedo. Entonces siempre acuérdate... La vida es bella, ya verás... No sé decirte nada más pero tú debes comprender que yo aún estoy en el camino, en el camino”. 



Al momento de cerrarse este comentario a la novela, María Celina Martín, hermana de María del Carmen, aportó a Edición Uncuyo las fotografías que acompañan la nota. Y ya no es Sánchez quien llora, sino Tramontina, alias Chiquito, al observarlas. “Hay que ser hábil para hacer un libro colectivo cuando se ha escrito en soledad y en dolor”, dice su amiga, la escritora Sonnia De Monte. Lo dice en la contratapa del libro. Lo que se puede añadir es que también hay que tener valor para leer algunos de sus tramos. Bien lo sabe Natalia, una hija del "Flaco" Galamba, en lo que hace a las líneas dedicadas a la desesperada carrera de su padre.

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