Bafici: La vida de los otros

En Dromómanos, Sebastián Ortega sigue los andares de cinco seres marginales. Admirador de Herzog, cuando filma pone en juego la vida (de los otros, obvio).

Bafici: La vida de los otros

Ortega sigue a los personajes, los muestra drogándose en una misa demoledora, vagando en la noche de Buenos Aires.

Especiales

Valentina González

Publicado el 10 DE AGOSTO DE 2012

Sebastían Ortega había mostrado sensibilidad e inocencia en Caja Negra, su primer largometraje en el que cuenta la relación de una chica (Dolores Fonzi) con su padre y con su abuela. Los tres personajes de Caja Negra eran marginales, islas incomunicadas que iban encontrando en pequeños gestos el modo de demostrar su amor, y Ortega los filmaba con inocencia y pudor.

Después de Caja Negra, Ortega hizo otras dos películas que no lo dejaron contento. Según él, porque trabajó “con productores”, error que no quiere volver a cometer. Y entonces volvió este año con Dromómanos, otra vez  los personajes marginales y freaks, pero pasaron 11 años desde Caja Negra y en Ortega no hay inocencia ni pudor, sino cinismo.

Los personajes de Dromómanos son cinco: una chica cartonera, interpretada por Ailin Salas, única actriz profesional del elenco principal, un chico enano cuya edad no puede adivinarse, una chica adolescente con una joroba, un drogadicto loco, y un médico psiquiatra trastornado, también drogadicto y loco al que llaman Pink Floyd. La historia es lo que estos personajes puedan armar, que no es mucho, ya que Ortega no les brinda un marco en el que moverse, sino que los sigue, los muestra drogándose, en una misa demoledora, vagando en la noche de Buenos Aires.

En un momento de la charla con el público, antes de ver el film, Ortega dijo que él puso la vida en la película. Y sí, hay una escena en la que Pink Floyd, muy drogado, cruza una ruta llenísima de autos pasando a toda velocidad (que evidentemente ni saben que alguien ahí está haciendo una película) que  van frenando y puteando mientras el tipo avanza inconscientemente.  Ese tipo realmente está en peligro, y la escena no sería condenable desde lo ético sino fuera porque la cámara no lo acompaña, se queda en la vereda de enfrente, mirándolo lanzarse a ese casi suicidio. Ahí, en la cámara, está Ortega, un director que si tuviera un arma mataría a toda esa gente fea y loca, pero como sólo tiene una cámara, entonces hace esto.