Un lugar en el Olimpo

A ocho años de uno de los días más importantes para la historia del deportes argentino este fragmento del libro 'La vida por el fútbol' de Román Iucht calza perfecto.El equipo dirigido por Marcelo Bielsa se colgó la medalla dorada por primera vez en la historia y así lo relata el periodista que escribió la biografía del Loco.

Un lugar en el Olimpo

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Publicado el 28 DE AGOSTO DE 2012

 

Atenas tiene nuevos dioses, y juegan al fútbol. Sacuden sus medallas, las muestran al mundo. Miran los colores de la bandera, se emocionan escuchando las estrofas del himno y reciben la corona de laureles que los distingue como campeones. Conmocionados, saludan a familiares y afectos en las tribunas y agradecen en sus expresiones públicas. Se sacan fotos que eternizan el momento y desatan u torrente de júbilo. Ya son parte de la historia.

Él está allí. Festeja como uno más. Con sus tradicionales barreras de censura, pero dándole un poco de lugar a la espontaneidad. Participa de la ronda en la mitad de la cancha, recibe y entrega interminables abrazos. Exhibe su sonrisa amateur y aunque sabe que ese impostor llamado éxito sólo vino de visita, lo recibe como el mejor anfitrión. Marcelo Bielsa es feliz. Por una vez el final ha ido de la mano del desarrollo. El epílogo se ha correspondido con el tránsito. Luego de seis partidos, dieciocho días y quinientos cuarenta minutos, su equipo se consagra como el mejor y agrega a sus vitrinas el único pagaré que aún quedaba pendiente. Con la medalla dorada, ese grupo de hombres se gana la inmortalidad. El fútbol y la Selección argentina ya no se deben nada.

A la hora de armar el equipo olímpico, Bielsa se puso un doble objetivo: por un lado, la búsqueda de nuevos nombres que ampliaran el universo de jugadores seleccionables para robustecer el recambio tan buscado y, por el otro, la acumulación de minutos para darle continuidad a aquellos que ya estaban asentados en el combinado albiceleste.

En enero de 2004, el conjunto nacional ganó de forma notable el pasaporte a Atenas, con un estilo de juego definido y ampliando el abanico de opciones en el menú de jugadores. Cuando llegó el tiempo de la competición en Grecia, en agosto de ese mismo año, Bielsa sabía cuáles eran los valores con los que podía contar. Con el agregado de Ayala, Heinze y Cristian González, su equipo estaba preparado para dar vuelta la página del frustrante desenlace de la Copa América.

En la previa de la competencia, a la que calificaba como “impredecible”, el técnico desterraba el manual de excusas de su vocabulario y alentaba a su tropa para buscar el máximo rendimiento. Admitía cierta incomodidad por la ubicación temporal del torneo de acuerdo con su existencia, pro resaltaba el entusiasmo para suplir todo tipo de carencia. La obligación de entregar la mejor versión estaba garantizada.

Con un juego arrollador obtuvo su grupo al superar a Serbia y Montenegro, Túnez y Australia. Marcó nueve goles y no recibió ninguno. Las condiciones de jugadores como Tevez, D’Alessandro o Luis González maravillaban a los espectadores y a la prensa, que ya ubicaba a la Argentina como candidato a quedarse con el título. Bielsa se alejaba de esas definiciones y enfocaba la vivencia desde otro lado. Su equipo había diputado un par de encuentros en la ciudad de Patras, pero cuando debió competir en Atenas, lejos de los hoteles lujosos, se instaló en el hábitat natural del común de los deportistas. La chance de convivir con otros colegas en un ámbito de camaradería en la Villa Olímpica lo devolvía a sus orígenes como jugador de fútbol y lo transportaba a un tiempo añorado: “Estar acá es un lujo. Es una experiencia de vida inolvidable, aunque soy un ignorante en cultura olímpica y me dé tristeza mirar todo esto sin ver nada. Uno está con la atención puesta en otro sitio, exclusivamente en el partido. De poder, me gustaría ver atletismo, natación y hockey sobre césped”.

Más allá de la preparación de la competencia, su disfrute en ese contexto era evidente. Cada almuerzo en los comedores gigantes, junto a atletas de todo el mundo, y cada charla con entrenadores de diversas disciplinas, lo subyugaban por completo. Las sobremesas se estiraban y con algunos colegas como Sergio Vigil, a quien lo unían no sólo el respeto sino también la filosofía para encarar los procesos deportivos, aprovechaba el largo trayecto de regreso a las habitaciones para seguir intercambiando ideas. El entrenador del equipo de hockey sobre césped femenino, Las Leonas, profesaba una gran admiración por el rosarino y toda actividad en común les resultaba nutritiva a ambos para acercar ideas.

Para los jugadores, familiarizados a otro estilo de vida en las concentraciones, también resultaba una experiencia significativa. Despojados de vedettismos, recogían la vivencia con placer, según cuenta el Kily González: “Nosotros estamos acostumbrados al hotel, nuestro baño y la habitación propia. Al llegar nos encontramos con dos bloques de tres pisos, en los que teníamos que convivir de a ocho. Las camas eran muy finitas, con una pequeña mesita de luz en el medio y un placard minúsculo. Obviamente, no teníamos ni televisor ni aire acondicionado. ¡Y teníamos que hacernos la cama! No dudamos en quedarnos, aunque fuera austero. A las seis de la mañana hacíamos cola para lavarnos los dientes y después nos reuníamos en un living común para tomar mate. Sin radio ni computadora ni nada. Nos subíamos a un colectivo y medio dormidos nos íbamos a desayunar con los palos y las cintas que llevábamos al entrenamiento. Yo provengo de un barrio humilde, igual que muchos, y me encontré con cosas que había dejado en el tiempo. ¡Fue genial!”.

En el aspecto deportivo, el paso era sólido y contundente. La victoria ante Costa Rica por cuatro a cero instaló al equipo en una semifinal ante Italia. Todos definían al encuentro como el más exigente del torneo; en el conjunto europeo jugaban apellidos consagrados como Gilardino y Pirlo. Y es ante la presencia de este último que Javier Mascherano rememora un par de jugosas historias: “Para ese partido me pidió que lo siguiera a Pirlo y dijo una frase con la que me cargó de responsabilidad. Si yo hacía un buen partido, estaríamos en la final; de lo contrario, jugaríamos por el bronce. Me tiró mucha presión encima, pero sabiendo que yo estaba preparado. Él te pedía un puntaje de tu actuación en cada juego, y tal vez vos pensabas que habías jugado un partidazo, hasta que te marcaba errores y virtudes que vos no veías. Un día mirando un video, en pleno torneo olímpico, me elogió una corrida que hice para recuperar un balón con el partido definido. Emocionado por mi despliegue me confesó que si un jugador suyo defendía de esa manera era imposible perder el partido. ¡Yo estaba en un segundo plano de la imagen y la pelota estaba del otro lado! ¡Ahí entendí que se fijaba en todo! Otra vez me adelantó que mi mejor partido iba a ser el próximo, y fue así. Sabía en qué momento iba a llegar el pico de rendimiento. Y no era que después me iba a volver a decir lo mismo. No. Era ese partido y no otro”.

El triunfo fue un aplastante tres a cero. La final esperaba. Los goles de Tevez, Luis y Mariano González expusieron la superioridad del equipo argentino a lo largo de los noventa minutos. En el encuentro de mayor complejidad, la respuesta resultaba óptima. Paraguay sería el último escollo a superar para alcanzar la consagración.

La final se presentaba con algunas particularidades. El horario estaba programado para las diez de la mañana, hora ateniense, lo que invitaba a modificar ciertas rutinas de descanso. En los días previos el profesor Luis Bonini suprimió el ritual de la siesta, buscando que los jugadores pudieran conciliar el sueño desde temprano. Además y recordando sus tiempos en el club Ferrocarril Oeste, donde tenía contacto con otros deportes, acompañó a los jugadores en el inédito papel de hinchas para alentar a los muchachos del voleibol.

Mientras tanto Bielsa preparaba el choque y analizaba la mejor manera de superar a Paraguay. Pendiente de todos los detalles, aun de aquellos que podían parecer superfluos, advirtió que el final del partido se daría casi sobre el mediodía. Frente a esta sutileza, envió a un auxiliar al estadio olímpico el día previo al encuentro para ver la inclinación del sol y su posible influencia en el desarrollo del cotejo. Estaba todo listo para quedar en la historia.

El 28 de agosto de 2004, el fútbol olímpico terminó con un maleficio de cincuenta y dos años sin medallas doradas para el deporte argentino y se tomó revancha de la derrota ante Nigeria de ocho años atrás.

Germán Lux; Fabricio Coloccini, Roberto Ayala, Gabriel Heinze; Luis González, Javier Mascherano, Cristian González; Andrés D’Alessandro; Mauro Rosales, Carlos Tevez y César Delgado fueron los titulares elegidos por el técnico, igual que en los otros cinco choques.

El partido mostró un permanente dominio nacional, que se cristalizó con un anticipo de derecha de Tevez tras un centro de Rosales, a los dieciocho minutos del primer tiempo. El equipo argentino dispuso de varias situaciones propicias para definir el encuentro, pero su falta de puntería lo llevó a alargar el suspenso hasta el cierre.

Roberto Ayala fue uno de los que se sacó la espina de tantas frustraciones acumuladas y el recuerdo del partido le quedó grabado por varios motivos. En el primer tiempo sufrió la rotura del menisco externo y así continuó hasta el pitazo final: “En el entretiempo le dije al médico que me dolía mucho la rodilla y me aplicó un analgésico, pero luego de algunos minutos del complemento el dolor era insoportable. Marcelo me alentaba desde el banco y me pedía que aguantara el último esfuerzo. Resistí apelando a imágenes que me sostuvieron en la cancha. Me acordé del final del partido de la Copa América que nos mirábamos con el Pupi Zanetti y nos decíamos que al fin se nos iba a dar algo, pero terminó siendo un mazazo. Se me pasaba Bielsa por la cabeza y todo lo que les había transmitido a los jugadores. Y el esfuerzo del grupo, que se dispuso a todo para ganar algo con esta camiseta. Terminé arrodilla agradeciendo a Dios”. 

En la intimidad de la celebración, Bielsa se estrechó en saludo con todos. Con algunos, como el Kily, de manera especial, por tanto camino recorrido, por las escenas dolorosas que eran compensadas con esa alegría. “¡Al fin se nos dio una, Marcelo!”, repetían entre alguna lágrima que se escapaba en la emoción. Los cantos del plantel se fundían con la música de cumbia y el grupo entero disfrutaba de la conquista. La actuación había sido extraordinaria. Si el equipo argentino debía cumplir con su condición de favorito, sus números resultaban el mejor reflejo de su superioridad. Seis partidos ganados, diecisiete goles convertidos, valla invicta de Lux y goleador del certamen con Tevez.

En la conferencia de prensa, Bielsa se expresó con su legendaria mesura, desaconsejando la euforia en la victoria, tanto como la depresión en la derrota. Agradeció al futbolista argentino en general y al grupo olímpico en particular y dedicó el éxito a la gente que se siente feliz por lo que puede proporcionarle el fútbol. Cerró su alocución con un par de frases inolvidables, propias de su manera de pensar: “Quiero recordar a los jugadores del Mundial de 2002. Siento una gran sensación de injusticia por el trato que recibió aquel tiempo. Fue un gran conjunto, que obtuvo menos de lo que mereció. Sé que es difícil, pero ojalá que ello sientan que este buen momento también les pertenece. En lo personal, si me preguntan por el futuro, el éxito no inmuniza, porque la secuencia de la competencia deja rápidamente atrás lo que sucede y se enfoca en lo que viene, pero claro que tampoco se puede negar su repercusión”.

En el retorno al país se encontró con un grupo de quinientas personas que lo recibieron con aplausos. Un conjunto de periodistas lo esperaba y aún con evidentes síntomas de cansancio les dejó un par de apreciaciones en las que destacó que el triunfo era consecuencia directa del trabajo. El premio a la generosidad de la propuesta estaba conseguido. El triunfo finalmente le había abierto la puerta y lo recibía como a un invitado de lujo.

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