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Unidiversidad

Publicado el 01 DE DICIEMBRE DE 2011

Llegamos al lugar después de viajar en auto casi una hora. Entramos todos, aunque yo era solo un acompañante. En realidad al llegar a la sala nos sorprendimos. Hacía mucho que no permanecía en la sala de espera de un consultorio médico y me quedé impresionado por el panorama. No era la sala de espera de cualquier consultorio médico.

Era el lugar a donde los pacientes esperan no sólo al médico que los va a atender… esperan algún resultado… Acompañados de sus familiares o personas queridas estaban los que esperan real y literalmente. Era la sala de espera de uno de los lugares de atención de la salud más extraños en donde habíamos estado.

Comencé a observar para intentar pasar el tiempo espeso que parecía congelado… y acá está ese resultado.

Había menos asientos que personas esperando, lo que permitía a quienes estábamos de pie, mirar más allá de la división al centro de la sala, que tenía una media altura. Conté 22 mujeres y 14 hombres.

Había una niña bellísima, un muchacho con sus cuadernos de escuela, una bebé con gorrita y visera, varias ancianas, una mujer muy cansada en silla de ruedas, otras dos casi enfrentadas con collarines en el cuello, varios hombres de diferentes edades, uno muy mayor con síndrome de Down,  casi todos tenían sobres conteniendo estudios médicos.

La gente en su mayoría, vestía con pulcritud y algún detalle de elegancia. Digamos que por su apariencia parecían todos de muy similar condición social, salvo un hombre con su hija que se destacaban por mostrar indumentaria de marca reconocida y accesorios de lujo, y una mujer mayor de una elegancia y estilo sorprendente aunque natural.

Algunas tenían un pañuelo en la cabeza. Hacía calor. Los médicos atendían por orden de llegada. Todos se mostraban con diferente grado de cansancio o incomodidad por los largos minutos que pasaban…

Allí me di cuenta, por la conversación de algunos cercanos, que casi todos en esa circunstancia hacen más o menos lo mismo: tratar de imaginar lo que le pasa al otro, el motivo de la visita del desconocido con el que les toca esperar. Por la imagen, por la edad, por los gestos, por el tipo de sobre en donde se puede leer el rótulo del estudio médico pero, sobre todo, por la fantasía, todos, mal que bien, intentan adivinar por qué dolencias concurre ese que nos despierta curiosidad.

Cuando los minutos se cansan de pasar y ya se suman como horas, la investigación se torna más específica y los resultados más cercanos a la realidad. Casi todos juegan a eso en las salas de espera de los consultorios. En traumatología es fácil. Las dolencias son evidentes. En la espera del psiquiatra es difícil adivinar, pero más entretenido. Se trata de intentar saber solo con la imaginación, sin ninguna evidente ayuda ocular, qué tiene el otro.

En este caso en particular, me refiero al consultorio en donde estábamos, la mayoría de los presentes esperaban la confirmación de un diagnóstico. Algunos estaban intensamente contrariados, otros calmos pero tristes. Se podía ver a ansiosos que miraban su reloj cada menos de un minuto.

Algunas personas sólo miraban la nada. Esa forma de sentir pasar el tiempo posando la mirada sobre objetos inanimados o hacia lugares donde no encontrarse de ninguna manera con la mirada de otra persona. Esos parecían sumidos en pensamientos profundos. Algunos, imaginaba yo, se estarían acordando de sus mejores besos, de la última vez que hicieron el amor, de la mejor caricia, de cómo será el sexo en esta nueva condición.

Nadie, o casi nadie, estaba visiblemente enfermo.

La señora cansada de la silla de ruedas, las dos mujeres del collarín, y un hombre que tomó unos tres medicamentos... pastillas de diferentes colores… Los demás parecían acompañantes que no necesitaban médico alguno. Pero todos sabían que no era así…

Todos conocían que en ese lugar se espera el resultado de estudios, el diagnóstico, la confirmación, el paso a seguir, la posible cura, la posibilidad de error, sobre una enfermedad que casi nadie quiere nombrar.

A casi todos asusta el nombre.

A algunos los paraliza saberlo.

Otros no lo pueden entender.

Según las propias creencias y la fe a la que adscriben, otros más, se encomiendan a su dios, a su esperanza espiritual.
 
Algunos no quieren escuchar.

Algunos quedan ensordecidos por escuchar.

Saber detalles sobre los que padecen esa enfermedad no es un trance agradable para nadie.

Pero interesarse e intentar saber de qué se trata esa espera, puede ser revelador sobre esa desconocida historia enfrente nuestro, que no tiene sentido a veces, pero que existe.

Hay palabras que nos van acercando a la maldita innombrable: tumor, oncólogo, neurocirujano, radiación, quimioterapia, metástasis, son las más conocidas.

Negarnos a escuchar la palabra, negarnos a decirla, es tan difícil como decirla, como pronunciarla, como escribirla.

A mí me pasa cuando la escucho y la escucho de tanta gente cercana, sobre tanta gente cercana.

Una palabra contundente, que remueve cosas internas en cada persona.

Una palabra  que aun no me animo a escribir, sobre el final de estas interminables cientos de palabras.

Una palabra.

Cáncer.