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13 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Osvaldo Gallardo, licenciado en Historia, docente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNCUYO.
La apertura democrática significó la movilización y politización de la juventud, que tomó las calles para participar en convocatorias partidarias y culturales. Foto publicada por Perfil y rescatada por alfonsin.org.
Osvaldo Gallardo, licenciado en Historia, docente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNCUYO
Publicado el 02 DE JUNIO DE 2019
En la segunda mitad de 2019, la Argentina vivirá su novena elección presidencial desde 1983, en un marco de profunda incertidumbre y en el que se multiplican los análisis de actualidad solo para ser olvidados o reescritos al cortísimo plazo. La reflexión histórica, aunque no necesariamente útil –en sentido restringido– para la disputa política y para el ejercicio del gobierno, resulta fundamental para la comprensión del pasado reciente y, por lo tanto, también de la complejidad de la actualidad y de las perspectivas de lo venidero. Esta reflexión, abstraída por un momento del vértigo de las noticias políticas y de los indicadores económicos, permite identificar algunos núcleos problemáticos dignos de consideración.
En primer lugar, salta a la vista que la institucionalidad y la legitimidad democráticas son construcciones, conquistas permanentemente resignificadas y sujetas a tensión, y no un punto de llegada establecido de una vez y para siempre. En la larga historia argentina, la vigencia más o menos plena de la institucionalidad democrática ha sido más bien la excepción antes que la regla. La primera ampliación de la participación política y construcción de una verdadera legitimidad popular se dio recién en 1912 con la sanción de la Ley Sáenz Peña, y no se aproximó a una verdadera universalidad hasta 1947 con la aprobación del sufragio femenino. Para ese momento, ya se habían producido dos interrupciones del régimen constitucional encabezadas por las fuerzas armadas (1930 y 1943) que se repetirían, si bien con características distintas, en 1955, 1962, 1966 y 1976.
En segundo lugar, se constata que, tras el final de la última dictadura militar en 1983, el régimen constitucional no ha sufrido nuevamente interrupciones de ese tipo, aunque sin dudas ha sido sometido a tensiones muy fuertes. Las más recordadas fueron las que atravesó el gobierno de Raúl Alfonsín, pero también se produjeron al principio del período de Carlos Menem –ambas con origen en los cuarteles–, durante la crisis de 2001 y, en cierta medida, también durante el ciclo de protestas de 2008. A pesar de esos y otros momentos de inflexión, el régimen democrático y la legitimidad emanada de las urnas se mantuvieron sin cuestionamientos abiertos.
Sin embargo, no es exagerado ni descabellado suponer que una buena parte de los actores sociales y políticos, así como la sociedad en su conjunto, se sienta defraudada en mayor o menor medida por la democracia argentina. La plena vigencia de las formas electorales de ninguna manera disimula un desempeño del país más bien mediocre en un conjunto amplio de indicadores. La pendiente de la desigualdad –social, regional, económica– no ha hecho más que pronunciarse en las últimas cuatro décadas, solo por mencionar el aspecto tal vez más dramático.
El discurso político habitual, así como el discurso histórico apresurado, suelen atribuir esta trayectoria, próxima a la decadencia, a la falta de acuerdos que trasciendan a los gobiernos de turno o a las divisiones en el seno de la sociedad, cuando no apelan a fórmulas discursivas cuasi mágicas. Una mirada a partir de la reflexión histórica, no obstante, es posible.
Desde finales del siglo XIX, en más de un momento diversos actores se articularon por la ampliación, el pleno ejercicio y la garantía jurídica y material de viejos y nuevos derechos. Esas largas luchas sociales, que pueden ser entendidas como disputas por la construcción de un país más equitativo, fueron desarticuladas de manera brutal por la última dictadura militar. Los efectos de esta a mediano y largo plazo fueron tal vez más dramáticos que los inmediatos.
El restablecimiento de la institucionalidad democrática parece desde entonces casi incompatible con articulaciones sociales que vayan más por la equidad que por los reclamos sectoriales, más por la garantía plena del ejercicio de derechos que por su mera sanción jurídica, más por la participación política responsable que por la práctica de introducir un sobre en una urna. Es esta la cuenta pendiente de los 36 años de democracia.
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