El significado político de la Revolución de Mayo

Una vez más, en cada patio escolar y en cada plaza del país, prestaremos nuestros respetos a quienes decidieron adoptar una forma de gobierno propio, desprovisto de los dictámenes diseñados desde la médula de un poder imperial.

El significado político de la Revolución de Mayo

Procesión por las calles mendocinas con motivo del festejo del Centenario de la Revolución de Mayo. Álbum del Centenario. 25 de mayo de 1810-1910. Provincia de Mendoza.

Sociedad

Especial 25 de Mayo

Unidiversidad

Beatriz Bragoni - INCIHUSA-CONICET Mendoza / Universidad Nacional de Cuyo

Publicado el 24 DE MAYO DE 2016

Lo sucedido hace más de 200 años constituyó un acontecimiento político de enorme gravitación no sólo en Buenos Aires sino en las ciudades y villas que acompañaron la decisión de poner término a la crisis desatada en la cumbre de la monarquía española en 1808, ante la inédita decisión de los soberanos legítimos de ceder sus derechos al poder todavía intacto de los Bonaparte.

En rigor, la destitución del virrey Cisneros y del elenco de funcionarios reales de la geografía virreinal era el corolario de una madeja de descontentos que tenían orígenes muy diversos e incluía, naturalmente, el malestar creciente ante las cargas fiscales para hacer frente a la guerra peninsular.

Pero el fastidio también tenía que ver con el descontento creciente sobre el desempeño de los administradores o funcionarios que en nombre del Rey, la religión católica y las leyes de la monarquía cercenaban las chances de los hijos americanos de integrar las nervaduras del sistema de organización en América.

Son muy variadas las manifestaciones de esa creciente disconformidad: están, por supuesto, las famosas rebeliones altoperuanas que tuvieron como protagonista al célebre caudillo cusqueño Tupac Amaru, cuyos ecos invitaron a un diminuto grupo de vecinos de Mendoza proponer quemar la efigie del Rey en una esquina de la ciudad.

Años después, el suceso que tuvo lugar en Montevideo y Buenos Aires en ocasión de las invasiones inglesas también dejó como herencia el fastidio contra las autoridades coloniales: fue sobre todo la obediente decisión del virrey Sobremonte de retirarse a Córdoba para organizar la defensa, y la aceptación de la autoridad de los intrusos por parte del obispo, miembros de la Audiencia y del consulado con asiento en la capital virreinal, lo que disparó la reacción del vecindario de Buenos Aires, y de los jefes de milicias quienes lideraron las patrióticas jornadas que terminó con la expulsión, y limitó la autoridad del virrey en un inédito tumulto “popular” que tuvo lugar en la plaza de la Victoria.

Tales acontecimientos aunque ocurrieron en Buenos Aires, adquirieron notable difusión y animó solidaridades y cooperaciones que incluyeron no sólo a los cabildos de las ciudades del interior, que se aprestaron a enviar refuerzos, sino también ayudas de Chile, como estímulos y fiestas celebrados en Nueva Granada una vez reconquistada la ciudad que lejos de clausurar la dependencia colonial, volvió a jurar obediencia al rey de España, sus leyes y su religión.

Pero la coyuntura abierta en 1808 amplió el universo de los disconformes. Y si bien el renovado repertorio de ideas sobre la libertad civil acuñada por los filósofos europeos, y las nuevas concepciones que depositaban en la ley o constitución la herramienta central para prevenir el despotismo del rey o sus magistrados, habían sido objeto de restricciones oficiales con el fin de evitar que capturaran las conciencias y toda acción contraria al sistema de poder instituido, lo cierto es que las novedades políticas introducidas por las revoluciones atlánticas (en sus variantes norteamericana o francesa, como la protagonizada por los negros libres y esclavos de la isla de Haití), fueron lo suficientemente impactantes y prometedoras como para instar hasta a los esclavos negros del Río de la Plata y de Mendoza, a imaginar que aquel contexto podía dar a lugar a fundar un nuevo orden político y social.   

Ese clima cargado de experiencias, sentidos y sensibilidades bien distintas a las que habían prevalecido en los siglos inaugurados desde la conquista e implementación del imperio español en América, hizo inaceptable mantener las cosas como antes.

A esa altura, el mote de gallego, catalán o “europeo” había perdido prestigio y distinción aún en los sectores del “bajo pueblo”; por consiguiente, cuando los navíos ingleses que sostenían el intercambio comercial entre Europa y el Río de la Plata dieron a conocer la noticia de que las tropas de Napoleón habían avanzado sobre Andalucía y el raquítico Consejo de Regencia había sido forzado a trasladarse a la minúscula isla de León, en compañía de los diputados que integraban las Cortes que prometía sellar un vínculo constitucional nuevo entre las colonias y la metrópoli, la atmósfera política local obtuvo el último impulso para exigir al Virrey Cisneros la reunión de un Cabildo abierto para definir los pasos a seguir.

Un año antes, al momento de la convocatoria de las Cortes -que prometía dotar de legitimidad a las autoridades erigidas en la península en nombre del Rey cautivo-, de la misma España se había invitado a los americanos a atreverse a tomar el destino en sus manos para renovar el lazo con la metrópoli, ahora en la clave del constitucionalismo liberal español.

Pero el trayecto elegido por los patriotas de la memorable semana de mayo fue distinto. A esa altura, y luego de debatir en el cabildo que no había autoridad legitima en la península a quien obedecer, y que por ello la soberanía antes delegada al rey volvía a los cabildos o pueblos del virreinato, los jefes de milicias instaron la movilización de los regimientos o tropas a la plaza, y con el apoyo de los letrados y comerciantes, bloquearon la pretensión del virrey de encabezar la junta de gobierno. En cambio, propusieron otra que, si bien estaba integrada por peninsulares y americanos, eran decididos propulsores del autogobierno independiente de los dictámenes metropolitanos.

De tal modo, el remplazo de la autoridad virreinal por una Junta provisional a nombre de Fernando VII no suponía algún tipo de continuidad institucional sino una ruptura que apelaba al derecho vigente para fundar un nuevo orden político, el revolucionario, el cual estaría destinado, en muy poco tiempo, a erigir una comunidad política independiente de España.

Ese momento es el que hoy recordamos: y si bien las imágenes que generalmente se nos vienen a la memoria suelen estar impregnadas de liturgias oficiales sedimentadas a lo largo de dos siglos, lo cierto es que la evocación de los sucesos de mayo renuevan una y otra vez sensibilidades e identificaciones colectivas, aunque sepamos o seamos conscientes de las distancias que prevalecen entre aquel pasado y la Argentina del presente.