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12 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.
El sueño se había transformado en pesadilla para aquella generación llena de ilusiones, que había imaginado con cierta ingenuidad que podía cambiarse el mundo con voluntad y ética, solamente. Pero las fuerzas del poder capitalista se habían mostrado implacables, y de la alegría de las manifestaciones y los estribillos se fue pasando a la confusión con algunas definiciones de Perón tras su retorno, al agravamiento de la represión tras la muerte del líder, y finalmente a la barbarie criminal de la dictadura, para la cual dejar militantes vivos era inaceptable, pues “los presos luego son liberados”. Por tanto, se diseñó el plan de asesinato sistemático tras la tortura: esa estrategia tomada de los franceses en Argelia fue aplicada sin mengua sobre aquellos que habían soñado “un hospital de niños en el Sheraton Hotel”.
Había sobrevenido la sombra: los que no fueron muertos o desaparecidos, estaban desde el temor del exilio interno, o se habían ido del país como habían podido. En ese mundo de terror sordo, donde nada podía decirse en voz alta, donde todos y nadie sabían lo que ocurría, donde el dolor rasgaba el aire en la sutileza de lo no-dicho, habían sobrevenido la tristeza y la desesperanza, y la aparente evidencia de que las bayonetas eran no sólo imbatibles, sino casi eternas en su vigencia. ¿Acaso Pinochet, que inició tres años antes que Videla, no se mantenía incólume? ¿Acaso el franquismo en España no estuvo cuarenta años, y parecida cuenta hizo Oliveira Salazar en Portugal?
Y aparecieron las Madres. Locas, sin duda: para enfrentar a ese poder sin más que el amor a los hijos desaparecidos, se necesitaba olvidar la cordura. Desfilar por la plaza, rodeadas de espías y servicios, mostraba una decisión regida por el amor sin fronteras: sabían que podían morir. Varias de ellas fueron asesinadas, y la miseria moral de Astiz no dudó en infiltrarlas. Parecía suficiente para que se fueran a la casa, para que decidieran terminar con su presencia en la Plaza. No: allí estuvieron, en ese desafío inmenso, con una infinita valentía, al desfilar cada jueves y no saber en todas y cada ocasión, si habrían de volver sanas a sus hogares.
Y se fue rasgando el velo del horror. Y ellas, con Hebe Bonafini siempre de las primeras, fueron abriendo el espacio a la esperanza. La vida podía volver a existir, a pesar de todo cabía pedirle algo al futuro. En medio del silencio colectivo, de la larga noche de horrores y obligadas abdicaciones, volvía la posibilidad de pensar un mundo solidario, la opción de otear una post-dictadura necesaria.
Y fueron las Madres el enorme ejemplo, la punta de lanza de la bronca mayoritaria que terminó de estallar tras el abandono de la cúpula militar hacia los combatientes de Malvinas. Los sindicatos empezaron a hacerse sentir, los partidos a deliberar de manera informal, los cafés empezaron a ser espacio de discretas, pero más animadas conversaciones sobre el futuro nacional. Las Madres lo hicieron posible, en su peregrinar infinito por kafkianos pasillos de iglesias, obispados, ministerios, gobernaciones, comisarías, dependencias del Ejército, y tantos otros espacios donde pudieran recabar un dato sobre el destino de sus seres queridos.
Y después, ella siguió siendo Hebe: una simple ama de casa militante y decidida, que no se fue a tejer y cocinar como quería el poder establecido. A la hora de su muerte, toda la hipocresía de derechas se despliega: dicen “respetar” a la defensora de derechos humanos, pero no a la militante posterior. Pero cuando luchaba por los derechos humanos, en esos mismos medios periodísticos las llamaban “locas”. Fue sólo porque triunfaron en su testimonio, que pasaron de locas irredentas a madres respetables. Pero esas son batallas del pasado: en las actuales, hay que seguirle reprochando su adhesión a gobiernos populares y fingir haberla querido antes, para disimular el ataque actual a la recién fallecida.
Jamás tuvo dinero: acusarla de corrupción es un acto de infamia, por parte de quienes apañan alegremente que un ex presidente no pague jamás su deuda por el Correo, o aclare la situación de los peajes. Ir “contra la corrupción” es el viejo señuelo de las derechas, casi siempre corruptas. ¿O no es lo que dijeron en la dictadura, para luego llevarse hasta relojes despertadores en los allanamientos, practicar toda clase de pillaje, que incluyó hasta el robo de bebés? Claro que venían para “acabar con la corrupción y la subversión”. Justamente.
Hebe era desmesurada. Muchas veces pudimos estar en discordancia con ella. Pero sólo con esa desmesura se podía enfrentar al terror dictatorial. ¿O alguien cree que podía enfrentárselo con buenas maneras? Hebe fue enorme en sus logros, y por ello comprensible también en algunas declaraciones excesivas. Al final, lo que queda -y acompañará a generaciones- es su monumental testimonio y su proverbial entereza moral. Por ella, va el saludo entrañable a su ejemplo y su memoria.-
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