Sexo y democracia

Este editorial pertenece a la Edición especial: 30 años de democracia.

Sexo y democracia

Imagen ilustrativa: web.

Especiales

José Natanson para El Dipló

Publicado el 07 DE OCTUBRE DE 2013


Tal vez porque no fue consecuencia de heroicas luchas sociales y políticas sino del fracaso del programa económico y la derrota de Malvinas (una Bastilla que se derrumbó sola), la democracia argentina parece vivir en estado de permanente desencanto, un medio tono de desilusión que nos empuja a descubrir todos los días que no era en realidad todo lo que prometía.

Esta singularidad nos impide a menudo observar sus triunfos, no solo los más obvios y unánimemente aceptados, como el confinamiento de los militares a sus ásperos cuarteles o el fin de la violencia política, sino también otros menos visibles pero cruciales: la alta asistencia electoral y el hecho, comprobable en las últimas elecciones, de que la gente vota contenta; los avances sanitarios en materias tan concretas como la esperanza de vida o la mortalidad infantil; la expansión permanente, incluso durante los 90, de la cobertura educativa en todos los niveles, con un aumento impresionante de la inclusión universitaria de los sectores populares gracias a la creación de nuevas universidades en el interior y el conurbano; y las conquistas en cuestiones de género, que van desde las leyes de salud reproductiva a la reducción de la brecha de ingresos entre hombres y mujeres y la mayor presencia femenina en ámbitos de decisión política.

Podríamos seguir con la lista de tendencias y contratendencias, pero sería un ejercicio agotador y al cabo inútil: un balance político supone algo más que un cuadro de pros y contras, y por eso este número especial de el Dipló analiza los treinta años de democracia desde varios ángulos complementarios, que van desde los clásicos (política, economía, sociedad) hasta los menos convencionales. Para sumar un punto de vista más, me enfocaré aquí en un tema que muchas veces se pasa por alto y que sin embargo es parte sustancial de las transformaciones ocurridas en estas tres décadas: la democratización de la vida íntima, en el sentido de un cambio –naturalizado en su cotidiana mutación pero ciertamente radical– de los vínculos de la puerta para adentro, incluyendo desde luego a las relaciones sexuales.

Veamos.

Orgullo y prejuicio

En La transformación de la intimidad (1), el sociólogo inglés Anthony Giddens explica que vivimos en sociedades en las que priman lo que llama “relaciones puras”, es decir, relaciones en las que las recompensas derivadas de la misma relación son el factor que hace que esta continúe (quienes mantienen una relación lo hacen por los “beneficios” que obtienen de ella y no por una imposición externa). Menos condicionadas por las tradiciones religiosas o familiares que las del pasado, las relaciones puras se caracterizan por una mayor equidad sexual y emocional. Para Giddens, la relación pura es heredera del amor romántico típico del siglo XIX, que por primera vez aceptó la posibilidad de un lazo emocional duradero sobre la base de ese mismo vínculo y no por factores exteriores, como la decisión familiar o la dote. Pero la relación pura es una relación más igualitaria, flexible y moderna que la romántica, que no encierra a la mujer dentro de las paredes del hogar ni la condena a esperar pasivamente al hombre, como la Elisabeth Bennet de Orgullo y prejuicio que Keira Knightley elevó a la cumbre de su deslumbrante belleza (2).

Otro sociólogo dedicado a analizar los cambios operados en la vida social, el polaco Zygmunt Bauman, dice que la nuestra es la era del “amor líquido”, caracterizado por vínculos flexibles y cambiantes, que son más conexiones que relaciones y que incluyen lo que llama “vínculos de bolsillo” (se pueden sacar cuando uno quiere pero también guardarlos cuando ya no son necesarios), en el contexto de una sociedad afectiva en red. Una de las explicaciones de estos nuevos formatos relacionales radica en que, como señala Giddens, los vínculos de largo plazo suelen comportarse como los pozos petroleros: rinden mucho al principio y luego declinan.

Pero vayamos a la política. El alfonsinismo y el kirchnerismo, es decir, los dos ciclos políticos de cambio progresista de estos 30 años de democracia, avanzaron en la sanción de leyes orientadas a ponerse al día con esta nueva realidad social: me refiero a las leyes de patria potestad compartida y divorcio de los 80, y a las de matrimonio igualitario e identidad de género de la última década, que en esencia implican el reconocimiento por parte del Estado de la autonomía de los ciudadanos acerca del modo más conveniente de vivir su vida privada, afectiva y familiar. Además de sugerir una línea de continuidad entre ambos gobiernos (una línea poco estudiada y que ilumina las conexiones del kirchnerismo con la tradición liberal), las iniciativas funcionaron como recurso de reinvención política en tiempos de debilidad: Alfonsín impulsó la Ley de Divorcio luego del fracaso del Plan Austral y el giro en su política de derechos humanos (de hecho, fue sancionada la misma semana que la ley de obediencia debida), y Kirchner llevó adelante la Ley de Matrimonio Igualitario tras la derrota en el conflicto por la 125.

Con este tipo de iniciativas, ambos gobiernos demostraron que la izquierda moderna es una izquierda de la igualdad pero también de la diferencia (para la izquierda clásica este tipo de temas eran irrelevantes al lado de las cuestiones realmente importantes, como la lucha de clases o la emancipación de los pueblos). Y, en el camino, pusieron en evidencia que los cambios culturales profundos son un trabajo de todos: como señala Giddens, mientras que la democratización de la vida pública fue una tarea básicamente masculina, la democratización de la vida íntima tiene a las mujeres, las minorías sexuales y los jóvenes como grandes protagonistas.

El punto G

La pregunta es delicada pero vale la pena formularla: así como se democratizaron las instituciones políticas y se democratizaron también los vínculos sociales, ¿se democratizó el sexo? Siguiendo al sociólogo francés Eric Fassin (3), que ha dedicado buena parte de su obra a estudiar la relación entre esfera pública y esfera privada, podríamos decir que sí. El razonamiento es simple: si la democracia supone la capacidad de la sociedad de gobernarse a sí misma más allá de cualquier principio trascendente (Dios o lo que sea), entonces el sexo se ha democratizado en el sentido de que se ejerce, ya no según los mandatos tradicionales (reproductivos, patriarcales, heterosexuales), sino de acuerdo al gusto y placer de cada uno. No se trataría de ejercer una sexualidad sin normas, lo cual a Fassin le parece tan imposible como una sociedad sin reglas, sino de aceptar que la democratización de la sexualidad implica que las normas son discutidas y consensuadas dentro de cada pareja (o trío o lo que sea), sin más prohibiciones que aquellas contempladas en el Código Penal (violencia, menores, etc.). Como afirman los swingers a lo Rolando Hanglin, el único límite es el consentimiento.

El planteo, que a primera vista puede parecer abstracto, se verifica en concreto. Si se mira bien, es fácil comprobar que en estos 30 años diferentes grupos sociales mejoraron su capacidad de goce sexual: las mujeres, sobre todo las pobres, porque se han implementado políticas de salud reproductiva que les permiten acceder a métodos anticonceptivos y disfrutar de su sexualidad sin temor al embarazo, y también porque la progresiva toma de conciencia social acerca de las desigualdades de género les posibilita “negociar” su vida sexual en otras condiciones (y, en el extremo, decir no). También mejoró el disfrute de los jóvenes y los adolescentes, porque los “nuevos pactos familiares” replantearon las relaciones intergeneracionales, menos autoritarias que en el pasado, y habilitaron la posibilidad del sexo en casa (a esto también contribuyó una tendencia negativa de estos años, el aumento de la inseguridad, que convenció a muchos padres de la conveniencia de que sus hijos no salgan de noche y los empujó a aceptar resignadamente que se encierren en su cuarto con su pareja).

Paralelamente, las minorías sexuales fueron encontrado espacios para el ejercicio de su sexualidad que antes estaban limitados a los submundos gais (y que se han naturalizado con una rapidez asombrosa, como demuestra el hecho de que Florencia de la V hoy conduzca un programa en la mañana de… ¡Telefé!). Finalmente, mejoró también la performance de los mayores, aunque menos por efecto de la democratización que por el impacto del viagra (cabe preguntarse de todos modos si la revolucionaria píldora azul hubiera podido comercializarse en un contexto autoritario).

Las mujeres, los jóvenes, los gays, los viejos… no parece absurdo afirmar que, en un contexto de progresiva retirada del autoritarismo y debilitamiento de las tradiciones patriarcales y conservadoras, los avances en materia de tolerancia a la diversidad y respeto de la diferencia, valores promovidos por las instituciones democráticas e imposibles de garantizar sin ellas, mejoraron los “niveles de placer” de los sectores más vulnerables de la sociedad. Estamos pues ante una conquista fundamental de la democracia, imposible de medir pero muy real en la vida de millones de personas que se inclinan cada vez más por una sexualidad plástica, liberada de las necesidades reproductivas, más variada y compleja. Y ciertamente más divertida.

Todo es político

Al tiempo que ocurrían estos cambios, se producía también una politización del sexo. La irrupción del sida, que con el primer caso notificado en Argentina en 1982 prácticamente coincidió con el regreso de la democracia, le permitió al Estado recuperar su “autoridad sexual”, aunque no ya para imponer un mandato moral o religioso sino para desplegar una política sanitaria orientada a la prevención del virus. El efecto, sin embargo, no fue sólo epidemiológico: el uso del preservativo, es decir, la introducción en el momento sexual de un objeto ajeno a los cuerpos, nos recuerda que existe un mundo externo, lo que a su vez hace visible el hecho de que las relaciones sexuales no son naturales, un simple reflejo de la biología, sino que están condicionadas por el entorno social y atravesadas por relaciones de poder: son construcciones sociales históricamente situadas y no –pongámonos psicoanalíticos– pura pulsión primaria.

Mi tesis final es la siguiente: hay una conexión entre la creciente aceptación social de la diversidad y el pluralismo sexual y la intervención del Estado vía políticas sanitarias en los mundos íntimos de las personas. En tiempo de descuento, la democracia argentina descubrió que, como decían las primeras feministas, lo personal también es político.

1. La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Cátedra, Madrid, 1998.

2. Me refiero a la versión de Joe Wright de 2005.

3. “La democracia sexual y el conflicto de las civilizaciones”, en Género, sexualidades y política democrática, UNAM y Pueg/Colmex, México.

democracia argentina, derechos civiles, género,