El folclore invisible de Cuyo

Un repaso histórico de las huellas que dejó la población negra en las entrañas de Mendoza.

El folclore invisible de Cuyo

Sociedad

Esclavitud y afrodescendencia en Cuyo

Especiales

Orlando Gabriel Morales, Incihusa-Conicet

Publicado el 20 DE SEPTIEMBRE DE 2019

El destacado rastreador de la tradiciones cuyanas Juan Draghi Lucero aseguró en el Cancionero Popular Cuyano (1938) que en Cuyo convivían dos folklores: uno visible y otro invisible. Las tradiciones folklóricas objetivas, visibles, tenían raíz española y podían ser registradas en una antología como el Cancionero, mientras que el folklore invisible era huidizo y disforme, con una belleza de raíces precolombinas, asiáticas y africanas.

Solo un artista podía crear una literatura que representara esas tradiciones de huellas borrosas. En esa línea de ideas, en sus conversaciones con Daniel Prieto Castillo, publicadas en La Memoria y el arte… (1994), Draghi Lucero reconoció que en su obra Las mil y una noches argentinas (1940) intentó dejar registro en los relatos de aquel folklore cuyano, invisible pero presente.

De hecho, en lo que respecta a las presencias africanas en Cuyo, en el Cancionero el silencio es casi rotundo, mientras que en los cuentos de Las mil y una noches argentinas aparecen varias menciones de esclavos y esclavas negros/as y mulatos/as en distintos relatos y hay dos historias que tienen como personaje principal a negros esclavizados. Esos personajes de origen africano remitían siempre al pasado colonial. Aunque Draghi reprodujo ideas comunes, ahora muy discutidas, sobre la “desaparición” afroargentina, su literatura dio cuenta de un fenómeno que él mismo había registrado en sus estudios históricos del pasado cuyano.

En efecto, las aldeas coloniales de Cuyo recibieron africanos esclavizados desde el siglo XVI, y ya a mediados del siglo XVII el comercio esclavista tenía influencia en el corredor comercial entre Buenos Aires y Lima. En noviembre de 1692, el Ayuntamiento de Mendoza elevó una solicitud al Rey de España para que autorizara el ingreso de esclavos a través del puerto de Buenos Aires, mismo pedido que hicieron en paralelo los cabildos de San Juan y San Luis. Los esclavos ingresados sirvieron de mano de obra en trabajos de cultivo, cosecha, cría de ganado, explotación de las minas y servicio doméstico.

 

Las leyes españolas en América reconocían a los esclavos y esclavas algunos derechos, como hacer reclamos judiciales contra los propietarios por sevicia o malos tratos, acceder a un peculio a partir del alquiler de su fuerza de trabajo, y obtener la libertad civil por compra de la carta libertad con dinero propio o de un tercero, por manumisión voluntaria o graciosa del propietario (potencialmente condicionada a una prestación de servicios), o por obsequio real por servicios militares prestados a la Corona. El acceso a la libertad fue más frecuente en el Río de la Plata que en otras regiones de la América hispana. Eso habría sido posible, al menos en parte, porque en la región existió una “esclavitud estipendiaria” (Eduardo Saguier). Esa modalidad consistía en el trabajo a jornal de los/las esclavos/as con entrega de un tributo a sus amas/os, lo que habría permitido obtener algún dinero extra para ahorro propio y también mayor libertad de movimientos frente al control de los propietarios.

La participación de los esclavos en la economía regional fue importante. En Mendoza, entre 1750 y 1820, los esclavos constituyeron nada menos que la tercera parte de los bienes de producción, después de los viñedos, las tierras y las viviendas y edificaciones.

Al promediar el siglo XVIII, la mezcla entre blancos, negros e indios se había extendido ampliamente y la sociedad cuyana reunía gente de distintas “calidades”, categoría colonial que aludía a diferencia y jerarquías sociales. Los negros y mulatos criollos se multiplicaron y concepciones sociales como el honor, la pureza de sangre, el color de la piel y la vinculación con una condición presente o pasada de esclavitud tenían para todos importantes implicancias sociales y estaban en la base de las desigualdades.

Cuando se desencadenó la revolución en el Río de la Plata, en Mendoza los africanos y afromestizos sumaban el 33 % del total de la población, el registro más alto que se conoció en la provincia. Según el mismo padrón, realizado en 1812, en San Juan alcanzaban el 20 % de la población, y en San Luis, el 9 %.

 

 

 

Las informaciones demográficas indican que luego de ese registro de 1812, la población africana y afrodescendiente disminuyó progresivamente. La historiografía asocia ese fenómeno fundamentalmente con las epidemias, la participación de los negros en las guerras de la independencia, el mestizaje y la disolución con la llegada de la gran inmigración europea de fines del siglo XIX.

Es posible que, para el caso de Cuyo, algunos de esos fenómenos tenga algún valor explicativo, no absoluto, del declive de la población de origen africano. En efecto, para formar y reforzar los ejércitos de las Provincias Unidas, las autoridades revolucionarias reclutaron a los negros libres de las milicias cívicas, que durante la colonia habían servido al Rey, y rescataron en buena cantidad a esclavos varones en edad de tomar las armas. El rescate consistió en requerir a los propietarios un número determinado de esclavos a cambio de una indemnización según tasación oficial. El esclavo rescatado adquiría la condición de liberto y debía servir en las armas por un periodo determinado, generalmente de 5 años, luego del cual conseguía la libertad plena.

En 1816, con el propósito de formar batallones de infantería del Ejército de los Andes, San Martín implementó un rescate que alcanzó a las dos terceras partes de la esclavatura de Cuyo. Según José Luis Masini Calderón, en esa oportunidad Mendoza aportó 400 esclavos; San Juan, 240, y San Luis, 70. Previamente a esa medida, se habían adquirido ya para los fines de la patria los esclavos de los españoles europeos, confiscado los esclavos de los “malos americanos” y reclutado los esclavos chilenos emigrados con sus amos luego del “Desastre de Rancagua”. Todos reclutamientos compulsivos que impactaron en la población masculina africana. El Ejército de los Andes cruzó la cordillera en 1817 con una vigorosa fuerza que sumaba 1554 negros libertos en la infantería.

Apoyado en estas y otras informaciones, el mencionado Draghi Lucero asociaba la “desaparición” de  los negros con las guerras de emancipación política, y el “olvido” y la invisibilidad de sus aportes con la ingratitud criolla y la corriente europeizante decimonónica. Sin embargo, lo único evidente hoy es que hay un gran vacío de conocimiento sobre la “desaparición afroargentina” en Cuyo.  En 1926, al tiempo que Draghi Lucero recolectaba las tradiciones “objetivas” cuyanas en los relatos de los ancianos, en los cuentos populares y en los fogones del campo, en la ciudad de Mendoza alguien expresaba en el periódico El Fiscal algunas concepciones sobre “los mulatos” que hacen pensar que ni estaban desaparecidos ni se habían fundido en el crisol de razas de la argentinidad.

Decía el autor: “Señalamos estas breves líneas solamente para recordar a nuestros lectores lo que significa el calificativo de la raza negra; o sea la obscuridad de la noche ingrata. A nosotros como americanos del Sur, no nos sorprende el color en cuestión. El mulato, hijo del negro, es cobarde, dañino, intrigante y hasta traidor (…) hay que cuidarse, pues, del negro y del mulato (…)”. En sintonía, en 1937, un año antes de que Draghi Lucero publicara su Cancionero Popular Cuyano, Silvestre Peña y Lillo señalaba en su obra Gobernadores de Mendoza que “estas razas [por los mulatos] inferiores llegaron a predominar en las provincias andinas y sumaban la mayor población en la época del Sr. Molina [por el gobierno de Pedro Molina, entre 1822 y 1824]. Agregaba Peña y Lillo, en tiempo presente, que “el mulato es una entidad espiritual, sea blanco, rubio o moreno”.

En este complejo terreno simbólico debía operar un rastreador del folclore invisible de Cuyo, capaz de ver las huellas afrocuyanas, a principios del siglo XX.