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09 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.
Foto: Télam
Un intendente de JxC argumentó, en versión de rediseñar la memoria sobre el 24 de marzo, que la situación era muy mala durante el gobierno de Isabel Perón. Según parece, eso explicaría o justificaría la barbarie del golpe de Estado. Pero no sólo el golpe dejó todo muchísimo peor de lo muy mal que ya se estaba a fines de 1975: no sólo que su violencia no puso fin a la anterior, sino la multiplicó de manera feroz y encubierta. También hay que subrayar que el golpe no fue respuesta a la situación política: si fuera por eso, debiéramos pensar que el golpe a Illia –correligionario de ese intendente- le fue dado por Onganía, en virtud de que el gobierno de Illia era desastroso. Pero no: ese gobierno, con aciertos y errores, no era desastroso y el golpe igual se dio, porque el furioso antiperonismo y anticomunismo de los militares de la época, los llevaba a apropiarse del aparato de gobierno para hacer mayor represión. De tal modo, la verdad a medias de que la situación política era mala, no explica nada: el golpe de Estado de 1976 no necesitaba justificaciones de ese tipo para practicarse. Iban a darlo en cualquier caso.
Y está también arraigada la idea de que la violencia represiva fue respuesta a la violencia de las guerrillas. Aún las mayorías que repudian la represión ilegal de la época y el terrorismo de Estado (y que tienen claro que la violencia estatal es siempre asimétrica y más injustificable que la que provenga de grupos civiles), suelen creer que la acción de las FF.AA. fue dada a partir de una previa presencia de organizaciones civiles que pretendían enfrentarlas.
Esa es una versión cortoplacista y miope de lo ocurrido. En la Argentina, la anormalización institucional se inició en el año 1930, cuando un decadente Lugones que acabaría en romances con una adolescente y en posterior suicido, llamó brutalmente a cristalizar “la hora de la espada”. Nada menos. Y, por supuesto, los socios del escritor que ya estaban listos, desplazaron al gobierno radical de la época –el de Yrigoyen- por vía de la fuerza. Después, empezarían las estrategias que con los años se harían conocidas: persecución al radicalismo “personalista” (el leal a la legalidad y el líder), mimos y arreglos con el alvearismo, primer radicalismo subordinado a las derechas.
Después vino el golpe de 1943, que si bien derivó en el peronismo, no tenía ese destino asignado en su programa inicial. Y luego el golpe antiperonista de 1955, que con apoyo de un sector de la sociedad –clases medias y altas- procedió a la censura y proscripción del peronismo durante 18 años. De tal manera, todas las instituciones quedaron arrinconadas a una falsa legalidad y se mostraron incapaces de tolerar la democracia –las mayorías peronistas debían votar en blanco-, mientras la pátina legalista del poder ocultaba la proscripción del partido más popular.
Todo el aparato institucional era una enorme farsa, que el interinato de Guido en la presidencia dejó muy en claro, y que “se blanqueó” en la pretensión mesiánica de Onganía de perpetuarse en el poder por 20 años: una pretensión dictatorial que generales con más inteligencia política (como era el caso de Lanusse) no dejaron de advertir absurda desde el primer momento.
A esto respondieron las juventudes en los años que fueron de 1968 a la caída de aquella dictadura (anterior a la de Videla): se enfrentaba a un poder ilegítimo, a la imposibilidad de ejercicio de la democracia, a la proscripción de las mayorías, a la imposibilidad de representación política en el campo de la legalidad y de elecciones no pergeñadas. Se acompañaba a las insurrecciones populares de los dos cordobazos, del rosariazo, del mendozazo.
No “empezaron los jóvenes”, entonces, con la violencia. Los golpes de Estado iniciaron en 1930, profundizaron duramente en 1955, se continuaron en elecciones fraudulentas y proscriptivas, y remataron con el golpe de Estado de 1966, dado contra un gobierno moderado y legalista, de modo que se hacía completamente injustificado aún desde sus propios puntos de vista.
La violencia de la derecha tenía décadas y décadas de existencia antes de que surgiera la violencia juvenil de los años setentas. La cual pudo y debió conjurarse por vías legales, como se hiciera en Alemania o en Italia, y no por vía de represión ilegal. Y la que fue, por cierto, mucho menor en víctimas que la que organizó la derecha, sabiéndose del valor no calculable de cualquier víctima personal. Porque la cifra de 30.000 no fue “inventada”, como dijo el señalado intendente: es una cifra estimada por el cálculo entre casos denunciados y no-denunciados, la que –además- galvaniza hoy la memoria histórica colectiva de una gran mayoría de los argentinos. Y por cierto que negar la misma no muestra ningún supuesto interés estadístico sino un mezquino cálculo partidario, del cual más de un represor estará muy agradecido.-
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