Lamoladora celebra su décima fiesta en la Nave Creativa
El trance colectivo más grande de Mendoza llega al predio de la Nave UNCUYO para despedir el 2024 e ...
06 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Leandro Hidalgo, escritor y sociólogo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNCUYO. Docente.
Las lágrimas de Lionel Messi tras salir lesionado. Fuente: AFP / Fotógrafo: AFP
Aunque otras veces también haya llorado, esta vez lloró distinto. No de rabia, no de dolor, no como cuando se fue de Barcelona: lloró diferente en la cornisa de la pista, en el filo del campo de juego. Lloró por las guerras, lloró por lo que no hemos llorado nosotros en disímiles circunstancias, lloró porque, cuando se llora, también se llora por aquello que no lloramos cuando había que llorar. El rey llora y se tapa la cara con las manos, las hunde y se las entierra en los ojos, se echa para atrás en el banco mullido donde se sientan los que no corren. Por eso llora, porque está sentado ahí, en esa cómoda silla que tira calor y masajea las piernas. Llora por eso, aunque no solo por eso. Se consume en ese sillón detrás del técnico, ese sillón con parlantitos escondidos en los que han puesto a Bill Evans para que él escuche. Leandro Paredes le cruza el brazo por la cabeza, y el rey llora, se aprieta las manos sobre la cara empapada, solloza como un nene que ha visto el mundo y le da miedo. Qué extraño es un partido de fútbol, lleno de ficción y teatralidad, que te hace emocionar como el arte. Cuán importante es jugar cuando sos el que mejor juega.
Antes, allá por el lejano minuto 35 del primer tiempo, en una jugada que se abre por la izquierda a toda velocidad, el pie no le hace pie y se le entierra en la colcha felpuda y verde del estadio Hard Rock Stadium (porque los estadios allá se llaman así). Para peor, el defensa colombiano lo embiste con todas sus fuerzas. Todavía no está sentado en esos sillones de micro de larga distancia que son el banco de suplentes, falta un montón. Todavía no se le hincha el tobillo a niveles desorbitantes. Lo atienden. Atenderlo es preguntarle cómo está. Es echarle desodorante antinflamatorio sobre la media. No hay mucho más para hacer ahí. La cámara en alta definición toma la suela de goma de su botín Adidas, con la inscripción de su nombre en letras de diseño y algunos pastitos húmedos pegados. Se para. Es Balboa en Rocky IV versus Iván Drago. Camina, pisa firme, pero adentro ya se rompió algo. Es raro, porque no es la lesión del posterior de la que tanto habló la prensa en la semana, sino “doblarse” el tobillo, eso que nos ha pasado a todos cuando vamos al banco o a la salida de la escuela.
Antes, había llegado con una inmaculada campera blanca y el banderín de AFA en la mano. Todos los demás, atrás. Los Avengers de Marvel, pero de Scaloni. Las luces se prenden y apagan, los anuncian como si fuera un show. Nosotros no estamos acostumbrados. En una cancha, nos gustan los reflectores blancos, quietos, dando mínima sombra sobre pasto natural sin pozos. No es mucho pedir. Es nuestra final. Más adelante, en el entretiempo, se nos aparecerá de imprevisto un insólito show de Súper Bowl que alarga el tiempo de descanso. Increíble pero real. Los 15 minutos que los jugadores de fútbol acostumbran para hidratarse, bajarse las medias, y volver a salir, ahora quedan rebajados al ostracismo, a la espera de que el negocio haga su gracia. Un espectáculo ridículo en medio de una final. Insólito. Jamás visto. Nos hace perder concentración, en un sillón a 7000 kilómetros, en la tribuna o en la cancha. No puedo ni imaginarme a los jugadores que de niños han aprendido que todo lo que tienen que hacer se hace en esos 15 minutos de entretiempo. De pronto, dura más de 25, con un audio ensordecedor que, imagino, llega a los oídos concentrados de los jugadores. A nosotros en el entretiempo nos gusta prender la radio, cambiar el canal para escuchar a otro comentarista, fumar, acomodarnos, pensar en posibles cambios. De todo, menos un show de luz y sonido.
Pero antes, bastante antes, Ruggeri y Caniggia habían traído la copa. Es tan lindo ver al pájaro Caniggia. Es verlo y oír la música de Italia 90. Si hasta mi hermano Seba se llama Claudio por él. Es recordarlo incluso mucho más rápido de lo que en realidad era. Toda la memoria está acomodada para que pite el árbitro de una vez por todas.
La pelota cambia de color en la final, como últimamente; los círculos de tela con las banderas de los países, el himno, y ahí él. Todavía no llora. Es él antes de llorar. Antes de llorar así, como legendario. Es el más bajito. Hay un zoom que lo hace parecer más viejo. Arrugas a los costados del ojo, la barba que va tornando del pelirrojo al nieve, el pelo corto rasante por debajo y las orejas puntiagudas como duende, que se le van hacia atrás como antenas (creo reconocer eso en Di María también, como si hubiese algo marciano que las orejas no disimulan). El himno. Abel Pintos canta una parte, la de menor registro vocal. No importa. Igual decora. La Bichota en minifalda tratando de escucharse y pegar alguna nota. Arranca raro.
El transcurso del juego, hasta los fatídicos 35 en que se le doblará el tobillo, viene bastante bien. Después de verlo en varias cámaras lentas, el pie clavado, el cuerpo y la pierna balanceándose hacia el otro lado, es un poco incomprensible cómo es que puede seguir en la cancha, porque sale al segundo tiempo y sigue corriendo, patea los córners, hace jugadas. El dolor debe quedar congelado en una caja que diga "leyenda", porque, si no, no se explica. No nos lo explicó el tobillo de Diego antes tampoco, contra Brasil en Italia, o contra Alemania. Los tobillos son nobles, es cierto, pero es que nosotros no podríamos ni pisar. Una radiografía. Tomografía, diclofenac. No puedo ni darte un beso, imagínate darle una copa a todo un país. Pero el tipo sigue. Y sigue hasta que se corta. Por la mitad de cancha, persiguiendo a un rival, se derrumba. Cae solo, cae como si le hubieran disparado. Cae como Güemes en el monte. Cae sobre el final de la batalla. Se pone de costado, como en la cama, cierra los ojos. Hasta acá. Ya sabe todo.
Los doctores no tienen que confirmarle nada. Ya lo sabe. Las fosas nasales bien abiertas. El brillo de los parches en la camiseta. Se levanta, pero con el botín en la mano. En medias, pisa el pasto. Se tiene que ir. El médico le desprende la cinta. Renguea. Mira hacia abajo. El público aplaude. Los blancos y los amarillos. Todos. Piensa en qué cosas. El partido no está resuelto ni mucho menos, pero lo mismo se tiene que ir. Deja la espada y se esparce en el sillón, saluda a sus compañeros y se queda solo. Ahí es cuando le sube algo desde el pecho. Ese silencio de estar solo en el banco de suplentes es un incienso de filosofía que todavía no reconoce. No podrá patear penal si hubiera más adelante, el alargue, no podrá ayudar ni ser artífice definitivo. Siente, además, que no quedan muchas de estas, que se va, que se acaba el partido, la final y la vida, por qué no, la vida entera. Nos morimos, rey. No duramos para siempre. Todos se mueren. Casi todo se nos va, no hay caso, pero seguimos jugando. Seguimos jugando al juego que nosotros mejor jugamos. Acumula eso en su corazón, esas frases, esas hormigas que van y vienen con palabras que lo cargosean. Mientras, el ejército de once pelandrunes que no son él saca el partido adelante y lo gana. Entonces sí, el rey lloraba antes y el rey llora ahora también, llora porque la tristeza es poética, la poesía de no jugar, de no poder concluir. El rey llora porque toca el alba, como en "Muchacha", el rey llora por Spinetta que no está, y sin embargo tenemos que seguir sin él, y sin Lennon. El rey llora porque verá a sus amigos ganar, aunque eso todavía no lo sepa. El rey llora porque es un pianista en la final de la Copa América, un pianista en un café a punto de saludar. Ya no importa el mal gusto de la organización con la que intentaron influir en la belleza de un juego que ya la tiene. Ya no nos importa nada más que su alma en desconsuelo.
Messi tras ser sustituido por lesión. Imagen: captura de pantalla de la transmisión del partido en TyC Sport
Les pido que no rompan nada, solo eso. No toquen nada. A veces, por un rato, es mejor dejar todo como está. A veces es mejor detener el tiempo en el instante en el que somos felices, a la vera de estos tiempos, en medio del dolor de tener un presidente así, como el que tenemos; respiremos un ratito, lloremos un ratito acá, que después seguimos. El rey llora, aunque después se le pasará. Festejará abrazando. Tocará. Sentirá los cuerpos. Levantará la Copa. Otra vez.
Su llanto de llorar distinto me hizo entender de una vez por todas que es un rey verdadero. Gracias por darnos lo que sentimos cuando lloraste, que, en última instancia, fue fútbol, porque el fútbol es todo lo demás también.
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