Gobernar el Estado para destruir el Estado: ecuación imposible
Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.
Imagen: captura de la entrevista realizada por la compañía de medios estadounidense "The Free Press"
A Milei nunca lo apoyó más de la mitad de la población con un leve plus. Ganó la elección sin llegar a 56 puntos, y la devaluación con inflación brutal de diciembre bajó la cifra a cerca de 50. Hacia marzo quedó por allí, con el peor puntaje que se recuerde de un presidente argentino en sus primeros meses. Sin embargo, el ruido mediático nos ha hecho creer que cuenta con un apoyo extraordinario: enormes manifestaciones se han hecho desde entonces –la de los universitarios fue la mayor– y todas fueron opositoras. Ahora, varias encuestas (Córdoba y Asoc., Hugo Jaime) dan cuenta de la decadencia de la aceptación, que no pasa de los 45, cuando el rechazo a su gobierno está por encima de los 50 puntos. Igual seguiremos escuchando la monserga del “enorme apoyo a Milei”: el 50 % que siempre lo ha rechazado parece que no fuera de ciudadanos argentinos, sino que habría que contarlo como de marcianos o japoneses. Esos no son muchos ni son significativos.
Entre los milagros mediáticos, está el disimulo de las extravagancias personales del presidente (los perros, el habla con el más allá, la dependencia de su hermana) y el silencio ante sus repetidos excesos verbales. El insulto y la extralimitación incontinente son presentados como detalles menores, como picardías juveniles, como anécdotas irrelevantes. A cualquier docente que hablara así se lo sancionaría. Si un legislador lo hiciera, sería expulsado de la Cámara. Pero que el presidente llame “ratas” a los que votan diferente de su posición, “degenerados” a los que creen en el Estado (por ejemplo, los que votaron en el 60 % por Sheimbaum en México), “delincuentes” a los legisladores y “ensobrados” a los periodistas que no forman parte de su corte de aduladores se toma (a cabal conciencia) como si fuera un detalle de color. Cuestión pintoresca. La transgresión de las más elementales reglas de la ética ciudadana al más alto nivel es naturalizada como rareza infantil. Así estamos. No parecemos un país que haya dado lugar a varios premios Nobel: fuera de la Argentina, se preguntan qué nos pasa.
Es que estamos ganando el campeonato planetario del disimulo. Hay una cuestión central: Milei no es un neoliberal cualquiera. Sin que se le haya pedido, él se enorgullece de aclarar que es “liberal libertario”. Como tal, nos somete –y se jacta de ello en público– al más extremo ajuste fiscal que se conozca en la historia (no solo la de Argentina). Increíblemente, luego, desde su gobierno –sobre todo, el inefable Adorni– se encargan de decir que ellos no abandonan a los comedores sociales o que no desfinancian la universidad, lo que es un completo contrasentido: si están haciendo el más brutal ajuste de la historia, es porque no financian suficientemente ni la educación, ni la salud pública, ni la obra pública –totalmente abandonada–, ni a las provincias, ni al transporte, ni al combustible, ni a las jubilaciones, ni a cosa alguna. No financian, y punto. Mantienen solo lo mínimo que legalmente no puedan impedir gastar.
¿Alguien puede sorprenderse de que un gobierno que tiene por programa no invertir ni gastar, sino achicar el Estado, no financie ni lo básico necesario? De ninguna manera: no hay la menor sorpresa. Lo raro sería que se ocuparan de la salud, de la educación pública, de las universidades. No es casual ese mensaje que el presidente apoyó y que lo muestra como un Terminator que viene desde el futuro, donde los jubilados “ya no serán una carga para los demás” por vía del Estado, según allí se afirmaba.
Hay total imposibilidad lógica para que un libertario haga gestión del Estado. La nula gestión a la que asistimos por parte del gobierno nacional –reconocida hasta por el periodismo oficialista– es lo esperable. No solo es un hecho evidente que no hay equipos de gobierno, ni personal especializado, ni experiencia en el manejo de las complejidades del Estado. Eso es lo de menos, aunque no es poco. Peor es la condición de que gobierna, desde el Estado, un sector político cuya finalidad es liquidar el Estado.
Parece que todos se hacen los tontos, o quizás son ignorantes del asunto, pero Milei no representa una más de las derechas conocidas. Es un exterminador del Estado, un aniquilador del mismo. De ningún modo es lo que quiso justificar el encuestador Hugo Jaime en Crónica TV, minimizando que se trata de una educación “pequeña”, o una salud “pequeña”, dirigidas desde un Estado pequeño. Milei no está para achicar el Estado: su ideología –sin dudas, extremista– plantea exterminarlo. El pueblo argentino no se hace cargo de su responsabilidad por votar a quien dijo que pueden venderse las calles, los órganos del cuerpo e incluso los niños. No estamos ante nada que se parezca al neoliberalismo habitual, que es mucho más convencional y sistémico.
Si alguien puede explicar esta paradoja lógica de un antiestatista en el Estado, que lo haga. Si –como parece– eso es imposible, hay que hacerse cargo de las consecuencias. Creer que se puede pedir gestión estatal a quien busca eliminar el Estado es pedir peras al olmo. La nula gestión no es una falla en la aplicación del plan de gobierno: es el plan mismo, cumplido a cabalidad. El gobierno nada hace que no sea promover leyes privatizadoras (como la famosa y manoseada ley Bases), cerrar oficinas estatales, vender empresas del Estado –las que la ley permita–, echar empleados de ese Estado y desfinanciar todo lo que puede las jubilaciones, la educación, la salud y demás rubros del aparato oficial. Estamos ante un gobierno de gestión cero: no en vano educación dejó de tener un ministerio propio, y el ámbito de la cuestionada Pettovello ocupa tres o cuatro ministerios previos. Ella no puede gestionarlos bien, es imposible: por supuesto, es que de eso se trata. Cuanto peor, mejor: esa es la lógica vigente. Es el núcleo del drama nacional que algunos conocen, pero casi todos callan. Y así, el lacerante 18 % de indigentes –número duplicado en solo seis meses– de ningún modo se hace casual.
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