Hacer vivir o dejar morir

Apuntes sobre racismo.

Hacer vivir o dejar morir

Ilustración de Andrés Casciani (www.andrescasciani.com).

Sociedad

Especial diversidad

Unidiversidad

Silvana P. Vignale - INCIHUSA, CCT-CONICET Mendoza

Publicado el 14 DE OCTUBRE DE 2016

El análisis biopolítico respecto del racismo describe un ejercicio del poder sobre el hombre en cuanto ser viviente, y parte del trabajo de visibilizar los cruces entre el problema político del poder y la cuestión histórica de la raza.

Si bien ha existido durante mucho tiempo, a partir de los siglos XVII y XVIII la cuestión del racismo aparece como un corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir, y se inscribe en los mecanismos del Estado mediante un nuevo arte de gobernar. A partir de ese momento, el ejercicio del poder ya no tiene como objetivo practicar un “derecho de muerte” –como había sido hasta las monarquías feudales–, sino por el contrario, se trata de una nueva modalidad de poder que busca administrar la vida, asegurarla, mantenerla y multiplicarla.

Las investigaciones sobre biopolítica –iniciadas por Michel Foucault– muestran que el viejo derecho de hacer morir o dejar vivir fue reemplazado por el poder de hacer vivir o dejar morir. Esto, mediante la disciplina o poder de normalización, por un lado, ejercido sobre el cuerpo individual y, por otro lado, como biopolítica, centrado en el cuerpo-especie, buscando la regulación de procesos biológicos como la proliferación, los nacimientos, la salud, la enfermedad, la duración de la vida.

Estos mecanismos reguladores de la población pretenden fijar un equilibrio y mecanismos de seguridad ante cualquier peligro que amenace la vida. Ahora bien: el desplazamiento del derecho de muerte a un poder que administra la vida de la población en su conjunto tiene una razón histórica: el advenimiento del capitalismo requiere del aumento de las fuerzas vitales, intervenir para hacer vivir, prolongar la vida de quienes ponen su fuerza en el trabajo.

La biopolítica, por lo tanto, hace entrar a la vida y a la especie humana en el juego de las estrategias del poder político como una suerte de estatización de lo biológico, dentro de lo que se inscribe el racismo de Estado. Si bien el biopoder es un poder que busca hacer vivir, el racismo de Estado posibilita introducir aquel corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir a partir de la cuestión de las razas, de su distinción, de la jerarquía a partir de la cual se hace aparecer a unas como superiores y otras como inferiores. El contexto teórico que sustenta ese corte biológico se encuentra en las teorías eugenésicas, la medicina de la degeneración y el darwinismo social, que fundamentaron en el siglo XIX prácticas de encierro y normalización de lo que se consideraba en aquel momento como “individuos peligrosos”. No son, por lo tanto, enemigos en sentido político, sino que se busca la eliminación del “peligro biológico”, como queda expuesto en el caso paroxístico del nazismo como Estado racista y asesino. Es un modo de selección entre las vidas a proteger y las vidas a abandonar, entre aquellas vidas que “valen la pena” y que se quieren futurizar, y aquellas otras a las que se puede dejar morir. No se trata exclusivamente de asesinatos directos, sino de medios indirectos por los cuales una gran cantidad de vidas quedan expuestas a la muerte, modos de los que puede valerse el Estado racista para el descarte de vidas.

Ahora bien, el racismo ha penetrado de otras formas y se ha desplazado en el interior de nuestras sociedades hacia grupos sociales y colectivos que –social y culturalmente– simbolizan una cierta dimensión de lo social y lo político en términos de “amenaza” o “peligro”. En otras palabras, el problema racial no deja hoy de estar asociado a problemas de índole social. Y esto se da paralelamente al reconocimiento de derechos. Aquel corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir, analizado por Foucault como un corte biológico, también puede visibilizarse como un corte al interior de la sociedad: aquel que divide las vidas que importan y las que no importan, las que son dignas de protección y cuidado y aquellas que aparecen como “descartables”, las que hay que hacer vivir y las que se reservan para la explotación, la cosificación, o simplemente a su abandono y exterminio, vidas por las que nadie reclama. Nunca es obvia la pregunta: ¿quiénes gozan efectivamente de los derechos humanos inalienables y quiénes no?