La decadencia de la cultura nacional

Por Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.

La decadencia de la cultura nacional

Sociedad

Otras Miradas

Publicado el 26 DE OCTUBRE DE 2021

Fuimos, alguna vez, un país culto. No todos igualmente, claro. Y mucha de esa cultura se usaba contra los de abajo, como “civilización contra barbarie”. Cierto. Pero éramos pioneros en inventos nada menores como el de la radio, hemos forjado premios Nobel en Medicina o de la Paz, dimos lugar a fenómenos de peso mundial como Eva Perón y las Madres. Y también a un maestro como Borges, a la revista Sur, a las discusiones entre Florida y Boedo, a Berni y Le Parc, a Quino y a Piazzolla, a Jaime Dávalos, Juan Ortiz y Gelman. A Julio Cortázar y Raúl Garello, al Dúo Salteño y el gran Discépolo, a una escuela masiva y un analfabetismo casi inexistente.

Tuvimos, dentro de la política, a un gran observador y humorista como Tato Bores. Humor de calidad y de riesgo. Y programas que eran invariablemente derechistas, pero que al menos guardaban algún conocimiento específico de lo político, como sucedía con Mariano Grondona. Sí: el mismo que redactaba pronunciamientos militares. Pero que al final rompió con un demagogo de nivel liliputiense, como fuera Neustadt: un sector de la inteligencia argentina –incluso la que apoyaba proscripciones y golpes de Estado- no toleraba la vacuidad viscosa que expresaba aquel locutor devenido en opinante.

Ahora los opinantes por tv son todos y cualquiera. Viviana Canosa hace ostentación de su ignorancia, Baby Etchecopar de su vastedad lexical para el insulto, Lanata hace espectáculo de la  renegación pública de su pasado. El pueblo argentino todo lo calla, todo lo otorga.

La mezcla es devastadora: la devaluación posmoderna de la razón es una de las vertientes, presente a nivel planetario. Tras la advertencia de que en nombre del progreso y la modernización se nos había vendido la nada, cuando el futuro empezó a ser promesa borrosa de repetición inagotable, cuando la expectativa de la revolución se fue apagando y la imposición capitalista se mostró en su desnudez de valores y de sentido, comenzó la carnavalización de la experiencia. Esa que alcanzó y mantiene su cenit en la gritería televisiva, así como en el vértigo de memes y cancelaciones de las redes sociales.

La otra vertiente es el odio de clase, devenido en odio ideológico contra opositores políticos. Odio podemos sentir todos, lo malo no es eso, lo malo es que se manifieste en la brutalidad de ataques maniqueos, pseudo análisis patéticos, varas diferenciales para lo propio y lo ajeno, adjetivaciones terminantes sobre quienes nada se sabe, justificación de la arbitrariedad si va a favor de los propios. Está claro que, tal cual cierta televisión ha urdido, para algunos ser partidario del gobierno que fue de 2003 a 2015  es considerado sinónimo de ser delincuente, y que en nombre de ello se considera válida cualquier acción realizada en su contra, aun las que sean ilegales, basadas en el espionaje, en la mentira o en la persecución lisa y llana.

Eso es hoy el país: un sitio donde la argumentación es imposible, donde al otro se lo liquida con un adjetivo, donde el respeto o la consideración son considerados rémoras pasadas. Lo culto se reemplazó por lo “cool”: basta con pertenecer a la buena onda de los vencedores, de los rubios, de los de buen apellido, de los autoconsiderados “decentes”. Los demás son tomados por excrecencia, son “planeros”, de modo que se justifica tacharlos. Así se ha callado ante la evidencia de espionaje por parte del macrismo contra opositores políticos, contra presos y sus abogados y hasta (es el colmo!!) contra sus propios compañeros de agrupación, como Santilli y Vidal, que al final se presentaron como querellantes en una de las causas judiciales.   

Toda sensibilidad ha desaparecido. Se puede presentar escuchas ilegales, falsos peritajes, noticias truchas, se pudo enviar a casi tres decenas de ex funcionarios kirchneristas a la cárcel, en la gran mayoría de los casos –hubo dos o tres excepciones- sin prueba alguna, y casi siempre sin juicio. “Se lo merecen”, se dice, y no permiten contraargumento: quien quiera decir otra cosa será invalidado de entrada, prejuzgado como parte de esa chusma delincuencial que creen ver.

Ahora bien, lo que sucede con los familiares de muertos en el Ara San Juan supera todo límite previo. Es espionaje a gente común, no a opositores políticos. Gente común sufriente, los que perdieron un hermano, un padre, un hijo, un esposo en ese final triste y que –además- no es del todo claro que haya sido inevitable. Se les mentía sobre qué había ocurrido con el submarino, y encima se los espiaba: cuando llegaban a las reuniones, Macri tenía las respuestas a lo que iban a preguntarle.

Está el país tan enchastrado, tan extraviado, que no parece importar esta situación. No importa ningún extremo, no importa nada. La ceguera es total, el rechazo clasista todo lo fagocita. Esta gente espiada no puede ser considerada opositora al macrismo, ni opositora a nada en especial: son familiares de muertos. Sin embargo, ahora se llama a la causa judicial que ellos iniciaron, “persecución política”. Surgida de gente que ni es política, ni tuvo o tiene ningún poder político.

Fuimos, como decía el tango. La vergüenza de haber sido, y el dolor de ya no ser. Los restos de la cultura, de la razón, del argumento, al lado del viejo calefón de Cambalache, listos para ser quemados en esa pira que pretende resultar definitiva.

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