Milei y la nueva derecha: variaciones sobre un tema
Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.
El presidente de Argentina, Javier Milei, en la Plaza San Martín de Buenos Aires (Argentina). Foto: Juan Ignacio Roncoroni para EFE
Es curiosa la efectividad del gobierno de Milei. Tiene escasa fuerza en el sistema político: poca en el Congreso, nada en gobernaciones e intendencias. Sin embargo, hasta ahora, no le va mal. Nada garantiza que la luna de miel continúe mucho, dado el ajuste brutal que se ejerce, pocas veces visto en la historia mundial, pero lo cierto es que tiene apoyo de una mitad de la población (solo una mitad: no como suele escucharse, que “ganó la batalla cultural”, que “acabó con el viejo sistema político argentino” y exageraciones parecidas). Una mitad de los argentinos no es poco apoyo: es escaso para un gobierno que recién empieza, pero altísimo para un gobierno que toma medidas tan desastrosas para el bolsillo.
Para ese apoyo influyen varios factores. Uno, la habilidad de Milei para trabajar con el resentimiento de un amplio sector de la sociedad, hablando contra la política con el uso de “la casta”. Dos, el ejército de trolls que amenaza y aplaude –según de quién se trate– a los que intervienen en el debate político, incluso gobernadores y legisladores. Un tercero, la desorientación del estamento político frente a un outsider que habla un lenguaje desconocido.
Este último es un aspecto especialmente destacable. El repertorio de Milei, lleno de insultos, hipérboles funambulescas, datos falsos, invectivas y chantajes públicos, es desconocido por la política habitual. No es que en esta no haya mentiras o chantajes, pero no se ejercen “a cielo abierto”, como lo hace el actual presidente. De tal modo, el repertorio en curso descoloca a los políticos. Se nota cuando, ante la falta de poder en el Congreso, el gobierno presiona públicamente a los gobernadores quitándoles el Fonid y el subsidio para transporte, y a la vez, diciendo que puede sacarles más aún.
La maniobra, elemental y obvia, es absolutamente no admisible desde lo institucional y –sin embargo–… ¡¡¡resulta exitosa!!! Como perro al que se le ha pegado, los gobernadores van a lamer la mano del que los golpea. No se les ocurre nada, excepto la breve rebelión desde Chubut: ni una decisión disruptiva que ponga en jaque al gobierno nacional. Nada. Responden con moderación a medidas excesivas. Responden con institucionalidad a medidas antiinstitucionales. Fracasan.
Y todavía Milei puede “relacionarse directamente con la sociedad”, como equívocamente se dice. No hay tal cosa. Lo que hay es una apelación al resentimiento propia de las nuevas derechas: si hay prolongada inflación, echamos la culpa a los políticos. Ese artificio le sirve a Milei mientras la economía no acabe de ahogar a quienes lo sostienen.
Lo otro es más sutil. ¿Alguien advierte cuánto pierde quien votó a Milei si admite que su gobierno lo perjudica? Se trata de voto de derecha, antiperonista. Si se asumiera el fracaso de este gobierno, en menos de cuatro meses se habría caído el odio masticado contra cuatro gobiernos nacionales del peronismo. Se derrumbarían miles y miles de odios e insultos madurados durante años, que mostrarían haber sido un error. Si contra el peronismo se vive peor, es admitirse fracasados: no queremos al peronismo, pero no podemos gobernar con el antiperonismo. ¿Qué hacer, entonces? Sería un enorme derrumbe de identidad. El apoyo a Milei se sostiene en el secreto pánico hacia la depresión total que implicaría asumir su fracaso.
Por eso, estudios como los que han hecho Semán y su grupo tienen logros, pero no aciertan cuando afirman que ahora se han unido los sectores nacionalistas y los liberales en la población. Tales sectores no existen. Existe una derecha difusa y anti bloque popular, que poca idea tiene de finuras ideológicas y que siempre ha apoyado a elites que –contra lo que se dice– a menudo ligaron nacionalismo con liberalismo a la hora de gobernar (aunque no a la de escribir): Massera y Díaz Bessone con Martínez de Hoz, Onganía con Krieger Vasena. La novedad no es haber unido a élites nacionalistas con liberales –vieja novedad sería–, sino hacerlo por vía electoral, cuando antes se lo hacía solo por los golpes de Estado. Esa es la enorme diferencia de los populismos de derechas actuales con el fascismo tradicional, como subrayó el italiano Traverso: ahora aceptan el régimen electoral y asumen –de modo parcial y tensionante– las reglas democráticas.
Tampoco es que el supuesto mal manejo de la pandemia por el anterior gobierno sea la explicación del éxito de Milei, si bien es factor con algún peso propio. ¡Pero los gobiernos de Trump y Bolsonaro, de obvios “parecidos de familia” con el de Milei, perdieron por la pandemia! Claro: en su caso, no por supuesto “exceso de protección”, sino por insuficiente protección hacia la población. De modo que parece que la pandemia, se hiciera lo que se hiciera, promovió rechazo hacia los gobernantes y apoyo a sus adversarios. Sin embargo, no fue promoción automática de derechismo.
Sí aciertan estos estudios en advertir cómo el lenguaje de los derechos se ha vuelto rechazable para muchos en la población. Basados en el resentimiento, los que tienen empleo rechazan a quienes reciben planes, y algunos de estos repudian a otros que también los reciben: “No se los merecen”, “Reciben de más”, etc. El caso de cómo los derechos humanos se han entendido como confrontados a las víctimas del delito –que son figuras de amplia identificación desde la población– es quizás el más claro y extremo ejemplo de esta cadena de malentendidos y envidias mutuas que rompen las solidaridades colectivas.
El progresismo, las fuerzas nacional/populares y la izquierda no parece que advirtieran en cuánto sus repertorios se ven interpelados por esta nueva situación. No se trata de seguir repitiendo consignas gastadas: la efectividad de interpelación ha cambiado. Desde los movimientos sociales identitarios –cuya capacidad para entrar en una lógica política más general no siempre existe– a los grupos propiamente políticos, que parecen seguir creyendo que bastan las marchas pacíficas para confrontar la calamidad de medidas radicales y permanentes contra la población, todo está por replantearse.
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