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03 DE OCTUBRE DE 2025
El Inadi no existe más y el Día del Respeto a la Diversidad Cultural, parece que tampoco. Pero las poblaciones indígenas y sus descendientes sí existen y no hay “Día de la Raza” que pueda borrar realidades como la de Danilo Guaquinchay, integrante de la Comunidad Huarpe José Ramón Guaquinchay, que se recibió en la universidad pública y anhela reivindicar su historia.
Estudiantes de la escuela Francisco Rizzuto participan de la tradición de agradecer a la madre tierra. Foto: Facebook Comunidad Huarpe José Ramón Guaquinchay
La historia argentina que se enseña en las escuelas y se repite en los centros de poder es, a menudo, una narrativa de barcos y de fundaciones. Esa homogeneización, más forzada que real, buscó barrer con cualquier identidad que no encajara en el molde del "ser nacional". Pero existe otra historia, una que —en Mendoza— sobrevive en el desierto, en las manos de las mujeres y en la lucha constante de las familias por la tierra y el agua. Danilo Guaquinchay, egresado de la UNCUYO e integrante de la Comunidad Huarpe José Ramón Guaquinchay, es una de las voces que se alza para visibilizar esa otra historia.
Hay familias que escriben Guaquinchay con “k” en lugar de “q” y con “i” en lugar de “y”, de acuerdo con el intento de plasmar el sonido del millcayac, lengua huarpe, en el castellano. Es el bisabuelo de Danilo quien le da nombre a esa comunidad, ubicada en El Forzudo, una zona del lado mendocino cercana a la triple frontera con San Juan y San Luis, a más de 200 kilómetros de la Ciudad de Mendoza. Después de un arduo camino que lo llevó del campo a la ciudad, Danilo se graduó en 2024, de la Licenciatura en Trabajo Social en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNCUYO.
En 2024, Danilo Guaquinchay se recibió en la Licenciatura en Trabajo Social. Foto: Cortesía
La identidad huarpe no ha sido borrada por casualidad, sino por procesos históricos de homogeneización —la idea de “raza” es producto de eso— impulsados principalmente por el Estado, sobre todo a través de la escuela y la iglesia, en su rol de agentes de culturización. Esta unificación tenía un objetivo claro: que toda la población —gauchos, chinas, indígenas e inmigrantes— conociera una misma historia, es decir, una sola historia. El problema, detecta Danilo, es que esta narrativa única invisibilizó la otra historia, la que no llegó de afuera sino que estaba de antes, la suya y la de su comunidad. Es la huarpe y es la de todas las etnias que se nombran detrás del concepto de “diversidad cultural”, que le daba nombre al 12 de octubre y el Gobierno nacional quiere restituir como "Día de la Raza".
A pesar de la fuerte presión homogeneizadora, algunos rasgos todavía sobreviven en el campo, en particular, observa Danilo, lo relacionado con la labor de las mujeres. “Son ellas quienes han mantenido viva la memoria”, a través de las comidas —como el patay, hecho con harina de algarroba, o el arrope, hecho con la fruta del chañar—, las bebidas —como la ñapa—, las artes textiles — tejidos o tinturas de lanas a base de flora local como el palo azul— o las curaciones —con plantas medicinales nativas, como la jarilla—. Dice que es una suposición personal, pero con agudeza subraya que las mujeres han desempeñado un rol fundamental en la conservación y revitalización cultural.
La llegada de Danilo a la UNCUYO no fue un camino sencillo. Salió de la secundaria sin una preparación sólida ni el aliento constante para seguir estudios superiores, pero con un recuerdo: la folletería que unos años antes había recibido su hermana del programa de Pueblos Originarios y Escuelas Rurales, de la Secretaría de Bienestar, que se había acercado hasta las escuelas lavallinas. El programa ofreció una nivelación de seis meses antes de los cursos preuniversitarios que fue clave para Danilo. Se inscribió en varios —música, filosofía, arte, ciencias políticas— y terminó en Trabajo Social por casualidad, animado y acompañado por un amigo, sin siquiera saber bien de qué trataba la carrera.
En el marco de la fiesta patronal, jóvenes jinetes acompañan a la virgen en la procesión. Foto: Facebook Comunidad José Ramón Guaquinchay
Una vez adentro, el mayor obstáculo fue el sostenimiento económico. A partir del segundo año, tuvo que trabajar en empleos precarizados que le daban la flexibilidad que necesitaba para estudiar. La universidad, a través del programa, le brindó becas de ayuda económica, comedor y transporte desde el 2015 al 2019 y el Gobierno nacional, la beca Progresar. Con todo eso, y sus “habilidades sociales”, dice sonriendo, consiguió sortear la principal barrera para quienes vienen del campo: alquilar vivienda en la ciudad. Conoció chicos y chicas con quienes juntaron garantes para firmar un contrato. Es que sus familias habitan territorios ancestrales, pero por los devenires de las injusticias no tienen la propiedad de la tierra.
Las dudas sobre su carrera y su profesión se diluyeron: “La universidad me ha permitido ponerle nombre a muchas cosas. Mi carrera me dio herramientas para analizar los procesos culturales o sociales desde otra mirada”, reflexionó Danilo Guaquinchay. Y la riqueza argentina radica en el valor de “pública y gratuita”, que abre puertas a la movilidad social.
“La universidad pública es central para la justicia social, porque acceder al conocimiento es justicia social —añadió el licenciado en Trabajo Social—. Si para mí ha sido un espacio donde he podido aprender, donde he podido ejercer o donde se quiere cambiar algo, creo que para un montón de otras personas también puede llegar a serlo”.
Danilo siente una obligación positiva de devolver lo que recibió y busca aportar a la solución de las problemáticas de las poblaciones descendientes huarpes en el secano lavallino. Es que su sentido identitario no es individual, sino comunitario. Por eso está siempre dispuesto a poner la cara o dar voz por su comunidad.
La lucha por la identidad huarpe está directamente ligada a combatir el mito persistente en la sociedad mendocina de que la comunidad huarpe no existe más, algo que también pasa con otras comunidades indígenas y pueblos originarios de la Argentina. “Había un profe en Filo que decía que ya no existíamos más y mi compañera estaba ahí sentada en la clase”, recordó Danilo Guaquinchay.
La tensión sobre la existencia e identidad ha sido una constante. Como respuesta, se autodenominan descendientes huarpes, no para hacer una separación, sino para reconocer otra ascendencia y apropiarse de su propia historia. Una parte de su cultura se perdió, otra se homogeneizó con la dominante, pero la que sobrevive “existe, resiste, es la nuestra”.
De la mano de reconocer su existencia viene la aceptación de que son poblaciones preexistentes a la historia de barcos y fundaciones. No formaron parte de la distribución de la conquista ni la compraventa capitalista, sino que están desde antes. Sin embargo, hasta hoy tienen que pelear por la propiedad de la tierra.
La historia de despojo comienza con la conquista, que obligó a las comunidades a trasladarse del fértil oasis hacia el secano, como estrategia de protección. Ya en el siglo XX, el Estado profundizó la vulneración con la sobreventa de terrenos (sus terrenos) a privados y la crisis hídrica con la construcción de diques para garantizar el agua en el Gran Mendoza, sin tener en cuenta el impacto para las comunidades que vivían (viven) río abajo, explicó Guaquinchay.
Cuando el Río Mendoza se secó, dejó a la región sin posibilidades de acceso al agua y las lagunas de Guanacache solo quedaron en un recuerdo. Actualmente solo existe la del Rosario. Hoy, el acceso al agua se da principalmente por camiones cisterna o, en el mejor de los casos, por acueducto.
Actualmente, la lucha por el territorio es una compleja batalla legal que tiene sus raíces en la sobreventa de terrenos “que se dio sobre todo en la época de la dictadura”, afirma Danilo que les dijeron en la Fiscalía de Estado. Sucede que existen leyes nacionales (23302 y 26160) y una provincial (la 6920) que establecen el reconocimiento y la expropiación de tierras (públicas y privadas), pero son muchos los obstáculos para que sean entregadas como títulos de tierra comunitaria. La necesidad de la titularidad comunitaria es identitaria pero también es práctica, ya que la cría de animales requiere que pasten libremente de un lado al otro, no en una parcela familiar.
Comisión de Derechos y Garantías constituida en Lavalle, en la sede de las comunidades huarpes, frente al intento de modificar la Ley 6920. Foto: Facebook Claudia Calvente
Danilo Guaquinchay explicó que la sobreventa es la traba principal. Hay porciones de terrenos sobrevendidas a diferentes personas, entonces se superponen títulos de propiedad y no es sencillo determinar a quién comprar. A esto se suma que quizás hay herederos y problemas sucesorios. A su vez, hay quienes han especulado con esa compra, con la expectativa de que, al expropiar, les paguen. Pero, además, el presupuesto destinado a las expropiaciones está completamente devaluado por la inflación de décadas de demora.
El conflicto más reciente se generó cuando el Gobierno provincial anunció que buscaba eliminar la ley 6920 y presentó un proyecto sin consultar a las comunidades. Este intento de “dar de baja” la ley generó una gran tensión y una sensación de desprotección, según compartió Danilo, ya que temen que privados puedan tomar la iniciativa de sacar a personas que viven allí hace ochenta años sin reconocer su identidad ancestral. Guaquinchay enfatiza que quizás la ley genera trabas, pero el principal error fue que no fueron consultadas las comunidades antes de enviar este proyecto. Afortunadamente, esta tensión sirvió para exigir mesas de diálogo entre el ministro Natalio Mema, el intendente de Lavalle —Edgardo González—, el abogado de las comunidades —Bustelo— y referentes de esas poblaciones para buscar la aplicación y no la anulación de la única normativa que las protege.
El licenciado en Trabajo Social concluye que el conocimiento adquirido en la universidad es una herramienta vital para la supervivencia de su gente. Su formación le permitió “hacer una lectura de los riesgos” de derogar una ley, por ejemplo, y la posibilidad de transmitirles a su familia y las demás que carecen de acceso a la educación superior. Sin embargo, acceder a ese conocimiento tiene su costo emocional. El saber “te da como un poquito más de amargura”, porque entender cómo funcionan los procesos sociales genera preocupación.
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