La fiebre amarilla también transformó el rostro de Buenos Aires

Por Ana Sánchez, historiadora y docente.

La fiebre amarilla también transformó el rostro de Buenos Aires

Foto: La Nación

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Télam

Publicado el 25 DE ABRIL DE 2020

Si los primeros casos de coronavirus en la Argentina fueron detectados entre la población de más altos ingresos, la epidemia de la fiebre amarilla empezó por los de abajo: inmigrantes europeos y pobres que vivían en conventillos. Similitudes, diferencias y una reflexión en tiempos de cuarentena: ¿las muertes por virus y epidemias son desgracias evitables?

Fue en 1871. Buenos Aires tenía casi tantos inmigrantes como nativos y la ciudad recién estaba empezando a tomar la forma que tiene hoy. Las condiciones de vida eran muy precarias: la mayoría de la población se abastecía con agua de aljibes y de río, los saladeros y el Riachuelo eran focos de podredumbre e infecciones. Por supuesto que no todos vivían igual: los inmigrantes y sectores más pobres vivían hacinados en lugares en los que no tenían acceso a servicios básicos ni a medidas de higiene mínimas, a pesar de se pagaban alquileres altísimos.

La epidemia empezó en enero. La enfermedad llegó a las costas de la mano de los sucesivos grupos de combatientes que llegaban de la Guerra de la Triple Alianza. Los primeros casos se detectaron en el barrio de San Telmo y la fiebre amarilla se esparció rápidamente por toda la zona sur de la ciudad, la más habitada. El centro estaba ubicado en lo que es hoy el barrio de Barracas, San Telmo y La Boca. ¿Cómo fue entonces que los barrios más ricos se concentran en la zona norte? Los sectores más acaudalados y poderosos abandonaron rápidamente sus mansiones y casas quintas del sur huyendo de la epidemia y se trasladaron al norte, así se empezaron a poblar barrios como Recoleta y Belgrano, zonas que en ese entonces todavía no estaban urbanizadas.

El presidente era Sarmiento y la primera medida que tomó fue irse. Ante las críticas y el desprestigio que empezó a tener, tuvo que volver, pero no recorrió ningún lugar de la ciudad, ni hizo acto de presencia ante ninguna de las Comisiones que trabajaban para combatir la epidemia. Algo parecido hizo Narciso Martínez de Hoz, el abuelo del nefasto ministro de economía de la última dictadura militar, quien era el presidente de la comisión municipal. Su actuación fue bochornosa: desoyó la advertencia de varios médicos que lo había alertado sobre una posible epidemia y no dio publicidad de los casos ni planificó una prevención, escondió todo. Pasada una semana del primer caso ya había 100 muertos por la fiebre amarilla. ¿Quién dijo que las muertes no son evitables?
 

Como pasa ahora, aquella epidemia trajo una crisis económica y los que más la sufrieron fueron los sectores más pobres, inmigrantes, mujeres, niños y trabajadores que tuvieron que quedarse a vivir en los lugares más afectados porque en otro lado no podía pagar el alquiler, sumado a que muchos perdieron no solo a sus familias, sino también sus trabajos y sus pocas pertenencias que si había infectados se quemaban como medida preventiva.
 

Pasada la epidemia la ciudad de Buenos Aires se transformó por completo. Se hicieron obras de infraestructuras importantes como las cloacas, la red de agua corriente y la centralización de la recolección de basura. También se prohibieron los saladeros de carne en los márgenes del Riachuelo, porque las aguas contaminadas eran una de las causas de la propagación rápida de la enfermedad. La mayor cantidad de obras se centraron en la zona norte, como por ejemplo los parques y espacios verdes que cobraron valor por la oxigenación y el aire libre que combate el encierro y el hacinamiento que favorecía el contagio.

Paradójicamente, o no tanto, hizo falta esta tremenda crisis humanitaria para que se tomaran medidas de modernización en la ciudad, que eran más que necesarias para la población y el nivel de urbanización que tenía.

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