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10 DE OCTUBRE DE 2024
Científicos del Incihusa reflexionan sobre las luchas sociales, el rol de la universidad y el de los intelectuales en la conformación de la "identidad nacional".
Estudiantes universitarios detenidos por la policía en la ciudad de Córdoba, 1918. Foto provista por la autora.
En las reflexiones y abordajes intelectuales acerca de “lo social”, los conflictos sociales no son, ni han sido, considerados con el mismo sentido y valorados con la misma importancia. Hay quienes han visto a los conflictos como patologías de lo social, como perturbaciones del orden “natural”. Por otra parte, hay interpretaciones que los consideran como motores indispensables o aspectos constitutivos de la dinámica social. Así, en algunos casos la conflictividad es impugnada y en otros se llega al extremo de abordarla en tono “celebratorio”.
Un modo alternativo para posicionarse es el de analizarlos y estudiarlos atendiendo a la posibilidad y necesidad de tener en cuenta las condiciones que los posibilitan, sin perder de vista que han sido, son y serán inevitables como parte de la dinámica social. La praxis humana constituye una red conflictiva en la que se entrecruzan dos dimensiones: la sociopolítica y la moral.
El conflicto, como es sabido, tiene la connotación de “choque”, “colisión”, de modo que puede asociarse el término con la acción de chocar, confrontar, luchar e incluso combatir. Ricardo Maliandi (1930-2015), filósofo argentino, entiende que el conflicto es un peculiar modo de relación que se corresponde con una incompatibilidad o con la mutua exclusión entre dos o más elementos de un conjunto.
Esta relación, en este sentido, es una relación sui generis por la cual las partes relacionadas no se unen, sino más bien se des-unen; connota una ruptura o quiebre. La relación conflictiva es siempre una relación de discordancia en el sentido de que cada parte contiene o representa una negación de la otra y niega la unidad del conjunto. Ahora bien: paradójicamente, la unidad está supuesta en la relación, se trata de una unidad “amenazada” o puesta en cuestión. La relación conflictiva pone en juego una determinada forma de unidad, aunque en algunos casos implica la postulación de formas alternativas de unidad.
En términos filosóficos, al pensar la conflictividad, se observan dos cuestiones fundamentales: la de la oposición entre unidad y multiplicidad y la de la oposición entre la permanencia y el cambio. Estas podrían ser entendidas como “estructuras conflictivas generales” que posibilitan exploraciones y explicaciones de diversos problemas de la moralidad y la cultura.
En nuestra región, la conflictividad social se ha puesto de manifiesto episódicamente como disidencia, en muchos casos, como protesta. Los actos disidentes impugnan el orden establecido en los discursos y en las prácticas. La protesta, como ejercicio de autoafirmación y autovaloración de los grupos o comunidades, se ha llevado adelante ante situaciones injustas, ante situaciones que podrían ser caracterizadas, incluso, como opresivas.
Funciona como mecanismo de interpelación que se plasma en acciones colectivas que pueden consistir en intervenciones en el espacio social, movilizaciones, participaciones artísticas para hacer explícito el rechazo a cierto orden social, político o económico existente. En otras palabras, la protesta puede ser leída como una forma de manifestación de la conflictividad social (no la única), donde la acción colectiva funciona como medio para propiciar la transformación y el quiebre de una configuración unitaria impuesta.
Disidencia visible
En la Argentina, en los comienzos del siglo XX, se hacen visibles diferentes expresiones de manifestación del conflicto, lo que podría ser caracterizado, usando una expresión del filósofo Arturo Roig (1922-2012), como un momento de emergencia en el cual numerosos grupos sociales irrumpen en las calles para hacer visible la disidencia en relación con las políticas implementadas y con el orden social establecido.
La conflictividad se hace pública de muchas maneras: las primeras huelgas del movimiento obrero, la huelga de inquilinos, las maestras interrumpen el ritmo cotidiano del espacio público a través de manifestaciones en las calles de Mendoza entre 1919 y 1920. También puede mencionarse la acción de los estudiantes que participan en movilizaciones que impulsan la Reforma Universitaria de Córdoba (1918), que no fue solo un episodio retórico, sino ante todo un acto emancipatorio sensible a los problemas sociales.
En forma concomitante a esa emergencia social, los intelectuales argentinos asumieron por esos años diversas formas de configuración de los discursos sobre la nación que se propagaron a propósito de la reflexión del centenario de la Independencia. Esas configuraciones no fueron homogéneas, sino que en ellas se desplegaron modos de legitimación y modos de impugnación del orden político y social, al tiempo que se reflexionó sobre la función misma de los intelectuales en el proceso de constitución de la Nación argentina.
Si se piensa en los procesos identitarios y las formas heterogéneas en que estos se han desarrollado, a nivel regional o nacional, lo que se pone en juego son distintos modos de establecer lo fáctico y lo utópico; en otras palabras, lo actual y lo posible. Las configuraciones identitarias se disputan en diferentes registros. No siempre se parte de una misma concepción de la diversidad, ni se asume la diversidad desde una idea idéntica de unidad; esto habilita a pensar distintos horizontes de comprensión.
En los inicios del siglo XX, la participación política de las masas y la manifestación de sus voces hace visible que no es solo un grupo social ni solo los intelectuales, son quienes invocan una determinada forma de unidad y el ejercicio del derecho de autoafirmación. Demandas sociales conflictivas muestran la naturaleza relativa de todo horizonte de comprensión y potencian la emergencia de una afirmación de nuevo signo, no fundada en una unidad esencialista, sino en el reconocimiento de la diversidad y la historicidad de los procesos identitarios.
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